La democracia consiste, entre otras cosas, en el derecho de los ciudadanos a elegir y controlar a sus representantes en las instituciones. En las elecciones del 26 de mayo, a Oriol Junqueras le eligieron eurodiputado 1.257.484 ciudadanos europeos residentes en España. Carles Puigdemont y Toni Comín también fueron elegidos eurodiputados por 1.025.411 ciudadanos, por cierto, no necesariamente de nacionalidad española. El estado español está intentando de manera desesperada que Junqueras, Puigdemont y Comín no puedan ejercer como parlamentarios en Estrasburgo y Bruselas igual que ha hecho con los diputados y senadores soberanistas elegidos en las elecciones españolas y antes con el president y el Govern de Catalunya. El pretexto en el caso de los eurodiputados parece sacado de aquel Vuelva usted mañana de Mariano José de Larra como para demostrar que España mantiene sus tradiciones atávicas. No quieren reconocerles la condición de eurodiputado no porque no tengan los votos, sino porque les falta un papel.
Sin embargo, la cuestión ha dejado definitivamente de ser un asunto interno español, es una cuestión europea de enorme trascendencia que marcará un antes y un después de la Unión y, según cómo, un antes y un punto final, que sería mucho más grave.
La reflexión viene justificada por el súbito cambio de estrategia del Tribunal Supremo español respecto a la cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que se produjo inmediatamente después del encuentro en Madrid del presidente del TJUE, Koen Lenaerts, con el presidente del Supremo, Carlos Lesmes, y los presidentes de las cinco salas, también, por lo tanto, el de la sala segunda, Manuel Marchena.
Hasta ahora, todos los esfuerzos del Gobierno y de los tribunales españoles se han dirigido a defender la soberanía jurisdiccional española, como si Europa no tuviera nada que decir en un asunto que consideran estrictamente interno. La fiscalía ha sido implacable y el Tribunal le ha dado sistemáticamente la razón... hasta ahora. El Supremo ha decidido presentar la cuestión prejudicial ante el Tribunal de Luxemburgo, reclamada por el defensor de Junqueras, Andreu Van den Eynde. ¿Qué ha pasado?
Junqueras, Puigdemont y Comín no son importantes en sí mismos, pero según cómo se resuelva su causa en el Parlamento Europeo, determinará si realmente la Unión puede llegar a ser algo más que un club privado de gobernantes repartiéndose los negocios
El viernes 21 de junio, el presidente del TJUE dictó una conferencia en la sede del Consejo General del Poder Judicial con un mensaje principal: "Debe haber una confianza recíproca" entre los estados miembros y por tanto entre los tribunales europeos. Era una manera clara de criticar el veredicto del Tribunal de Schleswig-Holstein negando la extradición de Carles Puigdemont y dar esperanzas a las ansias represoras de los jueces españoles. La Unión Europea, dijo Lenaerts, debe ser "un espacio sin fronteras interiores donde los ciudadanos circulen libremente y seguros", pero añadiendo que esta eliminación de fronteras "no puede tener por defecto el debilitamiento del poder de los estados miembros”… le faltó decir sobre los ciudadanos. Ni que decir tiene que los magistrados españoles le aplaudieron con entusiasmo por lo que dijo en público y a saber si también por lo que debería comentar en privado. En todo caso, Lenaerts se ha convertido automáticamente en candidato a tantos premios y cumplimientos como ha obsequiado el rey Felipe VI a dirigentes de instituciones europeas como Antonio Tajani, Donald Tusk y Jean-Claude Juncker que han sabido corresponder con total sintonía respecto del conflicto catalán.
Según el auto del Supremo, el tribunal denegó a Oriol Junqueras el permiso para salir de la cárcel y jurar el cargo como eurodiputado porque "pondría en peligro irreversible" los objetivos del juicio. Por lo tanto, la prioridad del Supremo era y es sentenciar y condenar a Junqueras sin tener que pedir permiso a nadie. Si ahora acepta la intervención del TJUE, sólo puede ser porque piensa que conviene a sus objetivos y eso sólo lo ha visto así después de la visita de Lenaerts. Circula una tesis según la cual mientras el TJUE no responde la cuestión, el Supremo español tendrá tiempo de dictar sentencia y suspender los derechos políticos de los presos, pero, piensa mal y acertarás, sirve cualquier otra conjetura. Si el estado español, con su influencia, que no se debe menospreciar, lograra la complicidad de las instituciones continentales para dejar sin representación a más de dos millones de ciudadanos, la Unión Europea perdería su razón de ser como institución democrática. Una vez la arbitrariedad y la inseguridad jurídica se apropian de las instituciones, el sistema entra automáticamente en decadencia. Cualquier gobierno se vería autorizado a impedir la representación de los adversarios políticos y los dirigentes de Hungría y Polonia, por poner sólo dos ejemplos, ya han demostrado su predisposición.
Es fácil pensar que el soberanismo catalán es un movimiento minoritario en el conjunto europeo que no cuenta con demasiados aliados en la Unión y que una vez anulada su representación las protestas durarán poco y la gente acabará olvidándose, pero no estamos ante un problema de personas, sino de una cuestión de principios y de valores fundamentales. Junqueras, Puigdemont y Comín no son importantes en sí mismos, pero su causa sitúa a la Unión Europea ante el precipicio, porque determinará si realmente la Unión puede llegar a ser algo más que un club privado de gobernantes repartiéndose los negocios.