En verano de 1999, cuando todavía estudiaba Periodismo, fui a ver a Jordi Carbonell a su casa. Vivía enfrente de Heribert Barrera, junto a la Torre Andreu, en un piso antiguo y repleto de libros que ya parecía de otra época. Unas semanas antes había publicado mi primer artículo en un diario. Quizá para llamar mi atención, el abuelo de un amigo dejó caer, mientras yo charlaba con su nieto en la playa:
–Vi a Companys poco antes de que lo fusilaran y me pareció un señor.
Nadie en su familia sabía nada, de manera que mi amigo quedó en segundo plano hasta que tuve la historia y la pude publicar en aquella revistilla en catalán de El País, un poco perdonavidas, que se llamaba El Quadern. Supongo que funcionó porque una chica me llamó y me encargó que hiciera el mismo ejercicio con Jordi Carbonell.
Entonces, Carbonell era presidente de ERC, cargo que mantendría hasta el 2004. Tenía esta flema descafeinada, vagamente aristocrática, del republicanismo de guante blanco de antes de la guerra; gente muy inteligente y culta, pero incapaz de matar una mosca ni siquiera para defenderse.
Mirando la grabadora con un poco de aprensión, soltó un suspiro de estos que se hacen para cojer valor y empezó a explicarme cosas con una sonrisa trapacera y liberadora, de hombre que se ha pasado la vida sufriendo por su integridad moral y física:
"Yo estudié en la universidad entre 1942 y 1946 –me dijo–. Cuando hacía tercero de Filología Románica los del Frente Nacional de Catalunya echaron unos pasquines de propaganda antifranquista desde el último piso del patio de Letras. Yo no tenía nada que ver pero comenté con los amigos que la situación era inaguantable y algún falangista me debió oír."
"Enseguida, vinieron a buscarme Pablo Porta y su grupo. Porta fue presidente de la Federación española hasta mediados de los años ochenta y después la Generalitat lo galardonó como Forjador de la historia deportiva del país -esclareció con aparente neutralida, como si hablara de metereologia.
"Pues bien, Porta me vino a buscar con su grupo, me hizo pasar a una habitación, me colocó un foco de policía en la cara y me preguntó: '¿Cómo té llamas?'" Evidentemente, respondí en castellano: 'Jorge Carbonell de Ballester'. Porta miró a un compañero que tenía al lado y refunfuñó: 'Ya, Jorge, ¿eh?', como queriendo decir este malnacido se llama Jordi.
Inmediatamente cogió uno de los pasquines, me lo plantó en la cara y me preguntó: '¿Tú entiendes qué cojones pone aquí?' 'Claro', le dije. 'Pues yo no', aseguró indignado. Era mentira: su hermano y el mío iban juntos a clase y hablaban catalán."
"Entonces empezó a gritarme como un loco: 'Cuando venga Stalin vas a mandar tú; ahora mandamos nosotros'. Por suerte Julio Manegat se presentó en pleno interrogatorio. Era hijo del director del Noticiero Universal y delegado del SEU de mi curso y nos habíamos hecho amigos hablando de literatura: 'Nada, nada, de éste respondo yo', dijo. Me sacó de un mal paso porque el año siguiente Porta y sus muchachos cogieron a Xesco Moll y Raimon Carrasco y los apalearon de mala manera".
Carbonell me contó que la Universidad era un desierto intelectual y que incluso había oído decir a un profesor que la calle Muntaner se llamaba así -Muntaner- porque hacía subida. "Los libros de historia –me dijo con ironía– aseguraban que Castilla era el centro del mundo porque esta era la tierra que había escogido María Santísima."
Director de la Enciclopèdia Catalana entre 1965 y 1971, la única cosa que Carbonell pudo agradecer a la Universidad fue la toma de contacto con la clandestinidad. Cuando empezó a frecuentar los círculos clandestinos no había oído hablar nunca de Pompeu Fabra, ni de Ramon Llull, ni de Ausiàs March; ni siquiera conocía a Salvat-Papasseit ni a Josep Maria de Sagarra.
En la Universidad se decía que el catalán era un dialecto condenado a desaparecer como durante la dictadura de Primo de Rivera. Mientras estudiaba Filología, pues, se apuntó a las clases clandestinas de los Estudis Universitaris Catalans. Las asignaturas se impartían en el domicilio particular de los profesores y cada clase reunía entre 14 y 25 alumnos.
A través de este ambiente, que obligaba a celebrar el Sant Jordi a escondidas en la casa que Puig i Cadafalch tenía en la calle Provença, Carbonell accedió al Institut d'Estudis Catalans, en el cual trabajó de secretario de la Secció Filològica. Este instituto es el único organismo oficial del Estado que no le hizo nunca la pelota al franquismo.
La vida profesional de Carbonell, no fue fácil. Catedrático de la Universidad de Cagliari y lector de catalán en la de Liverpool, en 1972 se encontró con cuatro hijos y sin trabajo después de ser expulsado de la Universidad Autónoma. En 1974 todavía fue encarcelado en la sección psiquiátrica de la Modelo por negarse a hablar a la policía en castellano.
Dicen que uno de los motivos que le dieron a Jordi Pujol para denegarle la apertura de una delegación de Banca Catalana en Madrid fue que su banco servía para dar trabajo a gente como Carbonell. Durante la Transición fue miembro de la Assemblea de Catalunya y defendió posiciones rupturistas. En la primera manifestación del 11 de Setembre dijo una frase que se ha hecho famosa y que resume la psicología miedosa y falsamente pragmàtica del país: "Que la prudencia no nos haga traidores".
Después del fracaso de Nacionalistes d'Esquerres, en 1992 entró en ERC y en 1996 se convirtió en presidente del partido que hoy lidera Oriol Junqueras. En el 2010 presentó sus memorias, tituladas Entre l'amor i la lluita. Aunque el ambiente sea más pacífico, a menudo pienso que todavía estamos así. Sin figuras como Carbonell, que murió hace unos días, Catalunya no habría conseguido pasar el puente estrecho de los años cuarenta y cincuenta, y ni Arrimadas, ni García Albiol, ni el resto de respresentantes políticos del país que se oponen a la autodeterminación serían diputados del Parlament, porque el Parlament no existiría.