En el conflicto entre Catalunya y España hay unas figuritas especiales, espectrales, figuritas pesebreras, con la vergüenza extraviada, que se llaman a sí mismas moderadas. Son como el personaje del policía bueno que complementa, con eficacia, la actividad represora del policía malo. Curiosamente estos que van de moderados sólo reclaman moderación, contención y resignación a los independentistas catalanes y nunca se lo piden a la administración colonial, nunca se encaran con el aparato represor del Estado, nunca con los golpistas del artículo 155 de la Constitución española. Se parecen bastante a los que, desde tiempo inmemorial, piden paciencia y resignación a las mujeres maltratadas, son similares a los que piden calma, mesura y sentido de la responsabilidad cuando aparecen casos de pederastia. Se parecen a los que disculpan a las personas con poder porque, dicen, un mal momento lo tiene cualquiera. Son personas sensibles y cursis. Y es que la culpa siempre es de los que van provocando. Provocan por igual las chicas que muestran el muslamen como provocan los independentistas que van y votan un primero de octubre sin permiso. Quieren pasar por ecuánimes pero, en realidad, estos moderados sólo son duros con los débiles y débiles con los poderosos, sólo intervienen si pueden decantar a la opinión pública en favor de los privilegiados, con la voluntad de que las cosas sigan tal como están porque a ellos ya les está bien como es el mundo. Suelen llenarse la boca con palabras educadas y formas exquisitas. Estos falsos moderados son los tibios los que habla severamente la Biblia (Ap 3, 15-16): “Yo conozco tus obras, que no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! / Pero porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.” Palabra de Dios.
Estos tibios, estos dialogantes, esos que presumen de moderados, de justos, de ponderados, son los que hoy callan cuando Pablo Casado dice que la agenda de los independentistas es la agenda de ETA. O que la Generalitat está dirigida por delincuentes. Ole, tú. Estos que hoy se callan son los mismos que llaman racista y xenófobo al presidente Quim Torra sabiendo que es mentira. Son los que sólo encuentran desmesura y exageración en el campo de los separatistas pero consideran que el españolismo, ya se sabe, qué le vamos a hacer, es como es, como si fuera una fuerza ingobernable, ciega y negra de la naturaleza. Son los partidarios de la tiranía. Son los mismos que ignoran y desprecian la confesión de la diputada Jenn Díaz cuando ofrece en el Parlament de Catalunya su testimonio como víctima y superviviente de la violencia machista. Son los mismos que encuentran inadmisible la figura de un relator en la mesa de diálogo entre Barcelona y Madrid y, en cambio, consideran que el trato de favor a la hija del juez Marchena es perfectamente asumible o disculpable. O que no importa que las pruebas que pueden condenar a una reclusión de 25 años al vicepresidente Junqueras sean falsificadas. Estos moderados artificiales son personajes que encuentran perfectamente normal que la inmensa mayoría del Parlamento español sea fanáticamente anticatalana y anticatalanista. Y son, en la práctica, cómplices de la barbarie chovinista, del aquelarre ultranacionalista —cada día más evidente y desacomplejado— al que convocan los partidos de la derecha españolista y también el PSOE guerra-civilista y guerra-filipista. España sólo se mantiene unida por la amenaza de violencia del ejército español y de las fuerzas y cuerpos policiales y paramilitares, como la Guardia Civil. Despojado definitivamente de argumentos válidos, hoy, el españolismo sólo tiene la fuerza intimidatoria de las armas de fuego, la brutalidad de los insultos más hirientes, de la difamación más abyecta, de la propaganda de la guerra mediática. No, el independentismo no tiene nada que ver con ETA. De hecho, el independentismo catalán —a menudo tachado de cobarde porque es totalmente y tozudamente pacífico— es una poderosa respuesta civilizadora, una inteligente respuesta política, una respuesta humanista y no violenta a la dinámica de muerte y de terror de ETA y sus secuaces. Pero, en contraste, España sigue siendo la misma de siempre, aquella España siniestra de la guerra sucia del cuartel de Intxaurrondo.