Aquí estamos y aquí nos tendréis siempre, como una pesadilla, como una fatalidad, como una deuda exterior imposible de satisfacer por años que pasen. Porque lo que tiene que pasar pasará, somos así de tercos. Nos ha comparado con Marruecos, un vecino con el que a la fuerza te tienes que llevar bien, porque aunque no sea la mejor compañía vendrán los próximos diez, treinta años, cincuenta, y la monarquía alauita continuará allí, en el sur, con esa extraña mezcla de repulsión y de fascinación anacrónica que produce el régimen de un Miramamolín, de un príncipe de los creyentes. Nosotros también estaremos ahí, pero en el Noreste del Edén. Somos un dolor de muelas que a veces disminuye, pero que siempre recuerdas al fondo de la boca. La única ventaja que tiene haber perdido el primer asalto por la independencia en 2017 y después de haber ganado todas las elecciones es que ya no tenemos nada que perder y que, curiosamente, seguimos decididos a ganarlo todo. La gente sí, los políticos no, pero la historia la hace la gente. Con el Partido Popular retrocediendo por corrupción en todos los juzgados, ahora con Soraya en liquidación, amigos, ahora solo queda Vox para tratar de meternos miedo y algún militar partidario del Soberano y de la comedia. De ahí que convoquen la manifestación del 13 de junio contra el indulto de los presos, porque quieren que continuemos acojonados y porque se imaginan que el miedo catalán les guardará la viña española. Yo no confiaría en eso si fuera de los del otro bando. Porque si ahora piensan liberar a los rehenes políticos —porque en la Unión Europea no entienden que haya líderes políticos en prisión—, ¿quiere decir que los liberarán pronto para encarcelar luego a otros nuevos, a partir de ahora o, en cambio, se lo pensarán un poco antes de continuar con los más de tres mil catalanes represaliados políticamente? Tanto si sólo perdonan a los presos políticos y continúan destrozando la vida de todos los demás, como si aflojan el castigo para todos, en cualquier caso, la sociedad catalana ya no se deja tomar el pelo. No, y no piensa abrazarse con los carceleros como el encaminado Jordi Cuixart. Eso seguro que no, porque afortunadamente no somos tan buenas personas como el mòmium sonriente. Después de la experiencia del primero de octubre, una parte muy importante de la sociedad catalana, mayoritaria o cercana a la mayoría social, ya podemos decir que somos amigos para siempre. Que nos acordamos y nos acordaremos por años que pasen. Que somos sus sinceros amigos y para siempre, con una determinada idea de España y con unos determinados españoles. Amigos para siempre.
Y por este camino también podemos hablar de los nuestros. Que porque son de los nuestros tampoco es que sean mejores personas. La principal ventaja que tiene haber sido reiteradamente engañados por los partidos independentistas es que ya no nos los creemos. Porque la fe sin obras muerta es, dice el rey Don Jaime al comienzo de su Libro. Porque ahora Gabriel Rufián ya no puede volver a decirnos que en dieciocho meses se acaba la broma española, que ya hace demasiado tiempo que dura. Durante las pasadas elecciones al Parlament de Catalunya, Elsa Artadi dijo que si queríamos que se produjera la independencia teníamos que votar a Junts. Fue como si hablara con la pared, y a mí me gustó mucho verlo, porque ya no consiguen ni que nos enfademos. Ahora que los trabajadores de la Caixa protestan porque echan a la calle a una gran cantidad de gente, ahora que la autonomía esta, que es la más descentralizada del universo, debe ocuparse de los verdaderos problemas de los ciudadanos, ya veréis como lo solucionan todo. Ya veremos como sin independencia gobernarán estos independentistas, con el expolio que Pedro Farsánchez piensa continuar ejerciendo sobre el gobierno de Pere Aragonès. Aquí estamos para continuar exigiéndoos la independencia que lleváis en el programa electoral. Dicen que este gobierno tiene que trabajar mucho porque es muy independentista, y que los independentistas tenemos que picar piedra. Lo dice Joan Puigcercós, un hombre al que conozco muy bien, he trabajado con él. Hace mucha gracia que lo diga. Pero no tanta como Nelson Mandela, el auténtico Mandela, que picó piedra de verdad dieciocho años, condenado a trabajos forzados, de los veintisiete que pasó entre barrotes. Víctima de palizas, con las raciones de comida disminuidas, sin visitas y solo con derecho a una carta cada seis meses, además logró sacarse la carrera de abogado.