Ciudad encendida de furia, capital del dolor, ayer quemaban la basura ante los policías coloniales, que como somos sociedad opulenta tenemos mucha y maloliente, quemaban todos los fuegos de la insurrección popular en las calles, en las carreteras exteriores, pero sobre todo ardía en el pecho la urgencia de una causa justa, la causa de la libertad de Catalunya, como desde hace siglos, perseguida por la ley española. Hoy queman aún las pieles apaleadas por los bastones de los amos, por las patadas, otra vez la represalia de los amos que secuestran Barcelona siempre que quieren para sus encuentros de poder privado, de mandato inmoderado, absurdo, que de tan arrogante diríase que primero es un drama pero que luego se convierte en farsa. Hoy queman aún, los cuerpos despreciados, las heridas y las contusiones de los ciudadanos que pagan, con sus impuestos, la violencia de las pasmas sobreexcitadas de tanto poder represor. Antes bombardeaban la ciudad cada cincuenta años por el bien de España y ahora, cada vez más a menudo, le han encontrado el gusto y la gracia a eso de cascar al contribuyente que protesta y que no se mete la lengua en el culo. Los descontentos todavía no acaban de rehacerse que ya los tienen de nuevo aquí, exhibiendo un particular ardor guerrero que consiste en romperle la cara a una población indefensa y numéricamente vulnerable. Esta es la historia, Madrid vive del bombardeo y Barcelona de la economía, tal vez por eso el Gobierno de España se reunió en la Llotja de Mar, venerable testimonio del origen de la riqueza catalana, el comercio, el intercambio, el viaje, el esfuerzo y la terquedad.
Ayer el fuego de la rosa de fuego volvió, treparon las llamas, volvieron a carbonizarse las buenas palabras y las propuestas de concordia. Ayer el fuego mudo de las armas de fuego policiales se impuso al fuego simbólico de las multitudes perdidas y divididas, paradójicamente extraviadas en el laberinto de la gran encisera, como si nunca la hubieran conocido, como si las acacias y las palmeras no fueran los árboles de la ciudad de cada día, como si no supieran a dónde ir ni qué hacer, como si hubieran olvidado lo dura que es la biografía de una sociedad que se construye a sí misma. Barcelona arde aún de indignación encarada a una playa desierta de bañistas, encarada a un mar que ha sido a menudo la gran escapada, la solución catalana a la asfixia de la tierra firme. Las olas frías dieron saltos, restallan en la orilla, insistiendo sobre la arena así como la arena insiste en precipitarse dentro del frasco de la clepsamia. La marea de nuestro mar no es muy llamativa ni poderosa pero lo cierto es que las olas perseveran, continúan indefinidamente y llega un día en que, de improviso, procelosas, se tragan la playa. La revolución no es destrucción ni improvisación, muy al contrario, es obstinación. Decía Josep Pla que se debía continuar, continuar y continuar, que esa era la auténtica revolución que todo lo puede.