La niña de Rajoy no existía, pero Xavi Martínez, el niño de tres años, sí; el niño asesinado en la Rambla en 2017 sigue existiendo, lo mataron pero continúa existiendo, porque nunca se podrá comparar a un niño auténtico, una personita que se mueve, que llora y que ríe, que tiene mocos, pipí y hambre y que va de la mano de su madre, o del tío, con la gilipollez de un miserable político que nunca ha sabido lo que dice. Ni lo que hace. Xavi existe incluso pasado el tiempo, incluso, sin vida, existe, no hay duda alguna. Como existen los vacíos, las penas y también los recuerdos irrompibles, vivos como el agua viviente o como el sol, solecito, que nos viene a visitar por la mañana. Como también existe el tío Francisco, de Rubí, al que también mataron, mientras empujaba el cochecito que llevaba a Xavi dentro. En el campo, en las tribus indias o en las comunas hippies los hijos de nuestros compañeros también son un poco nuestros hijos, porque los hemos visto crecer. Y el muchacho de siete años, Julian Cadman, de origen australiano, del otro lado del mundo, también, porque también lo mataron allí, porque como Xavi aún lo tenía todo por hacer. Y María Correira Chegaram, que tenía veinte años como veinte soles, muerta al lado de su abuela María de Lurdes Ribeiro, 74 años, ambas de Lisboa. Y don Bruno Gulotta, 35 años, de Legnano, que con su cuerpo protegió a su pareja y a sus dos hijos, y que murió para que no tocaran a nadie de la famiglia, sólo a él. Y el joven Luca Russo, 25 años, del Véneto, que paseaba con su pareja y la protegió. Y Pepita Codina, 75 años, que había ido a la Rambla desde Sant Hipòlit de Voltregà con su hija. Y la italoargentina Carmen Lopardo, 80 años, la abuela que paseaba por Barcelona. Y el canadiense Ian Moore Wilson, 53 años, que estaba con su mujer y sólo ella pudo sobrevivir. Y la valiente Alejandra Pereyera, una argentina que hacía diez años que vivía en nuestro país, trabajadora de la Boqueria. Y luego Jared Tucker, 41 años, estadounidense, que estaba celebrando el primer aniversario de bodas con su mujer. Y la belga Elke Vanbockrijck, 44 años, que debía llevar imperativamente a su hijo pequeño al Camp Nou, que para eso habían viajado a Barcelona. Y Desireé Eugenia Zolotas, 51 años, alemana, que paseaba con su marido y sus dos hijos por la Rambla. No sé si me dejo a alguien, no conocía a estas personas, pero siguen existiendo. Sigue existiendo Pau Pérez, 35 años, apuñalado en la zona universitaria de Barcelona para robarle el coche. Y Ana María Suárez, 67 años, de Zaragoza, apuñalada en Cambrils.
Barcelona es una sólida victoria de la vida sobre la muerte. La ciudad ha sufrido muchos atentados y carnicerías, ha sido víctima de todo tipo de represiones, de bombardeos, de rencores políticos y de conflictos civiles. Incluso se llegó a decir que harían de la ciudad un inmenso solar, lo que no se ha dicho de ninguna parte más del mundo. La ciudad, capital del dolor, ha sufrido mucho, pero no recordábamos ninguna violencia que hubiera sido tan sentida como este atentado de la Rambla, con tantos extranjeros, con tantos amigos de la simpatía de Barcelona que dejaron allí la vida. Todos eran de los nuestros. Víctimas de un supuesto terrorismo islámico que parece tan poco islámico, tan poco creíble, que en tres años no ha vuelto a salir a escena, que no ha hecho ninguna acción. Los muertos son de verdad. Su recuerdo permanece. Y la sospecha se hace cada vez más grande, cada vez más hiriente.