Los catalanes que tenemos cara, efectivamente, tenemos cara de catalanes. Aunque no nos guste mucho hablar de ello, aunque no nos guste calentarnos la cabeza, no sucediera que, ey, un poco de calma, no pasara que la ultraderecha españolista, siempre bien acompañada de la izquierda españolista, nos acusara de xenófobos, de malnacidos, de nazis. Es el mundo al revés, son los de Mocs y sus colaboradores acusando a los catalanes independentistas de nazis. Fíjense en la cosa, que tiene tela. Somos tan nazis, tan rematadamente malvados, que tenemos un presidente mártir, Lluís Companys, perseguido por los nazis auténticos, los nazis de Hitler, secuestrado y asesinado por los amigos de los nazis, los franquistas, y, hoy, sistemáticamente difamado por los hijos y herederos de los franquistas. Fíjense si llegamos a ser nazis de verdad. En enseguida sabes si tienes delante de ti a un ultranacionalista español porque, antes o después, te clavará, siempre, siempre, la banderilla de nazi. Olé. Si no te arrodillas inmediatamente, ya lo sabes, dos medias verónicas, un saltito de la rana y ya estás listo. Te certifican, te acreditan como nazi porque ellos tienen una fábrica de moneda y timbre donde hacen imprimir la única propaganda política de curso legal. Los españolistas son expertos en nazis. Que se aparte el Centro Simon Wiesenthal, esos judíos no tienen ni idea.

La maldad del españolismo es impresionante. Yo no me lo quería creer, pero por lo visto los catalanes tenemos cara de catalanes

El ultranacionalismo español, sección Génova o sección Ferraz, tiene muy mala leche, y cuando alguien dice algo fuera del discurso oficial aprobado por Madrid, comienzan a disparar sobre el más débil. Empiezan a salir fotografías por internet del presidente Torra, con su esposa enferma de cáncer, con su hija que tiene una discapacidad física —espina bífida— que deja ver en la superficie la crueldad torera del españolismo. La maldad del españolismo es impresionante. Yo no me lo quería creer, pero por lo visto los catalanes tenemos cara de catalanes. En la plaza de Yamaa el Fna de Marrakech tengo un amigo, muy guapo, muy divertido, que se hace llamar Ismail y que me lo contó hace varios años. Estábamos en aquella intensa plaza, que está rodeada de la medina, que está rodeada de las montañas del Atlas, estábamos en aquel ombligo del mundo, en aquel tambor tan terso, unos cuantos amigos y amigas. En silencio absoluto, muertos de calor, todos legalmente y coralmente catalanes, todos nacidos en Catalunya, menos uno. Ismail, que no nos conocía de nada, desde muy lejos, nos localizó con una mirada de cetrero que va a los suyo. Y, espontáneamente, nos empezó a hablar con un catalán muy bien traído, un catalán de tevetrés, un catalán simpático con el que nos contaba una curiosa historia mientras quería endosarnos no sé qué. Le dije que no, que sólo quería comprarle información, que quería saber cómo había reconocido que éramos catalanes. ¿Era la ropa? ¿Era la manera de mirar? ¿Qué demonios era? Se encogió de hombros, sonrió y no abrió la boca durante unos segundos. Luego, de repente, el astuto cetrero comenzó a exhibir ante nosotros sus enormes conocimientos lingüísticos y ópticos. Iba señalando con el dedo, como si disparara balas con la punta del dedo, muerto de risa, la madre que lo parió, iba identificando a la gente. Y decía, italianos, y se ponía a hablar italiano. Rusos, y hablaba ruso. Aquellos otros son americanos, porque ingleses no son, son americanos seguro. Insistí. ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo lo haces? La lección fue formidable, digna de Borges, digna de los cuentos de Las mil y una noches: “Si no lo tengo que explicar, lo sé. Si lo tengo que explicar, entonces no sé”.

La otra persona que me convenció de este hecho, de que los catalanes con cara tenemos cara de catalanes, fue el profesor Marcel Zimmermann, biólogo retirado, con quien compartía paseos durante los años que estuve en Montpellier. Como francés de Alsacia no me parecía muy francés y era quizás más tenso que los alemanes que había conocido. Como científico hablaba con una seguridad admirable, sin sonreír ni por equivocación. Un buen día, después de un buen paseo juntos con mi perro Nyerro, el sabio profesor me hizo notar que el perro y yo nos parecíamos. “No somos familia, le respondí, al menos que yo sepa”. Monsieur Zimmermann me regañó. Y me recordó la importancia absoluta de la convivencia, del mimetismo, entre humanos y, por supuesto, entre humanos y algunos animales. Son la convivencia y el amour, lo que establece fuertes lazos de semejanza física y psicológica. Un perro y un humano, si se admiran mutuamente, si son auténticos amigos, es inevitable que se acaben influyendo el uno al otro y que establezcan un territorio de identidad mutua. Lo que nos resulta familiar nos atrae, sabemos cómo reaccionar. Si una mujer blanca duerme cada día con un hombre negro en condiciones de auténtico amour, el color de la piel será, inconscientemente, una señal de empatía, de tranquilidad, de seguridad, de mutua identidad. Los negros franceses tienen cara de franceses, mon ami, los vietnamitas franceses tienen cara de franceses, y los alsacianos antes teníamos cara de alemanes y ahora tenemos cara de franceses, me dijo el sabio, no lo debe notar porque usted viene de España. Un país sin diversidad racial, un país con pureza de sangre, un país con racismo social implícito, pero si un buen día acaba civilizándose lo verá como yo. Me sorprendió un poco el comentario, la verdad. Pero, de hecho, le agradecí que me dijera que los humanos nos parecemos entre nosotros gracias a la auténtica convivencia. Y que todos tenemos la cara del país del que somos, excepto los que acaban de llegar, precisamente porque acaban de llegar. Y que, pasado un tiempo, poco a poco, nos hacemos indistinguibles y nos convertimos en hermanos para siempre.