Algunos queremos una Catalunya catalana. Con una lengua para hablar, si es que tenemos que hablar, que a veces tanta charla no es necesaria, si es que tenemos que gastar saliva, papel o batería. Nada más que una sola lengua catalana para las tierras catalanas, solo una tan reluciente, tan maloliente, tan incapaz, tan amarga, tan tensa y picante como las otras, iguala a las otras que se espabilan solas, que van haciendo y deshaciendo como pueden, como se ha hecho siempre y en todas partes con todas las formas de hablar. Una Catalunya solo en catalán es, por tanto, una Catalunya como las otras Catalunyes, una Catalunya subjetiva y, por tanto, una Catalunya libre, no recortada por el cohibición ni por el compromiso ni por la prevención, ni por la duda judía, ni por duda negra o por la duda transexual de ser lo que se es, por la intensa duda de la identidad que relampaguea y te da un calambrazo y ya estás frito, con el corazón y la sangre y el nervio y la estupidez, con el divertimento, la ternura y la mala leche también. La lengua catalana es beligerante y épica porque no quiere quedarse tirada por el suelo, ni se deja morir, ella no, que hace mucho que quieren que muera y ya ven cómo se menea. Vive hoy viva, viviente, siempre vieja y a la vez nueva, rebrotada, terca y desafiante. Jocosa.
Sin una Catalunya catalana no puede haber nunca jamás una Catalunya mestiza, ni otras Catalunyes imaginadas, del mismo modo que sin el azul y el amarillo no puede haber verde. Ninguno de los diversos colores del verde. Lo tenemos enseñado y bien aprendido desde los tiempos de la escuela primaria. A ver cómo compones el color verde si el poco azul que te quedaba lo has embebido todo de amarillo. Necio, que eres necio. Cuando rompes con los sortilegios de la tribu, cuando dejas atrás las supersticiones absurdas y viajas un poco ves que todo el mundo quiere eso mismo, una Catalunya catalana. No una francesa ni italiana, ni española. Se rompe el hechizo del amor cuando todas son iguales a tu ex, o como en el ejército de una dictadura, como en una repetición industrial, como cuando se nos recalienta el planeta, como cuando se empobrece la diversidad ecológica y todo el mundo se expresa en un inglés malo, de plástico. Vas siempre solo, amigo, siguiendo la pared de la masía, y por fin osas acercarte hasta el gran manzano que dura en mitad del paisaje, como dura en el pasado de la lluvia, como dura en la memoria del camino. ¿Con quién hablarás una lengua si con mucho esfuerzo y con mucho estudio no encuentras con quien ejercitar tu nuevo arte? ¿Cómo escucharás el arpa de la lluvia, la guitarra del chaparrón, la fortuna húmeda, si sólo te escuchas a ti mismo?
Algunos queremos una Catalunya catalana porque la lengua de la madre que nos parió es como otra madre paridera, como los nacidos en la púrpura, los porfirogénetas. Porque es verdad lo que decía Ortega y Gasset. Hablar otra lengua es empobrecerse y porque, al principio, para hablar una lengua extranjera hay que volverse un poco imbécil. Queremos vivir solo en catalán porque los rusos solo viven en ruso, los japoneses en japonés y los españoles, conocemos a muchos que llevan cuarenta años viviendo en Catalunya, en las Baleares, en el País Valenciano y nunca se han dignado a decir bon dia. Queremos esa misma terquedad idiomática y esta misma lealtad a la madre. Algunos queremos una Catalunya en la que digamos bon dia y nos respondan bon dia, como siempre te pasa cuando vas a Tombuctú, donde gastan un catalán más cerrado, también es verdad, pero el bon dia decírtelo te lo dicen. Y como ocurre en Samarcanda, con ese deje tan marcado que tienen, y como ocurre también en Colinas del Campo de Martín Moro Toledano, provincia de León, España. Qué decepción tendríamos si un día malhadado dejaran de hablarnos en ese catalán suyo que tienen, tan bonito, tan pintoresco, tan puro, como un vaso de agua clara.