Los periodistas de aquí se sienten muy intimidados por los movimientos rígidos, digamos violentos, de Manuel Valls, son como de jugador de pádel. Concretamente de la escuela de pádel de José María Aznar, el auténtico pádel-padrino de la operación política del antiguo primer ministro de Francia, el españolazo radiactivo que va recogiendo huerfanitos por el mundo como Albert Rivera o Pablo Casado para reponerse de la decepción que tuvo con su hijo político natural, Mariano Rajoy, hoy una sirenita varada en los arenales de Santa Pola. No se puede negar que Manuel Valls merece una segunda oportunidad después de haber sido una especie de enfant sauvage de Truffaut, una especie de Celestino Corbacho mejor vestido, de falso alcalde inmigrante para inmigrantes de primera y enemigo de inmigrantes de segunda en una bonita ciudad dormitorio de las cercanías de París. El de Barcelona tiene mucho mérito y mucho empaque, porque ha hecho de todo en la política francesa llevando los pantalones muy ajustados, a punto de reventar, caminando como si fuera un torero, marcando paquete y haciendo de sietemachos, de hombre vigoroso, de hiperactivo que va al tajo. Fue un temible ministro del Interior, siempre con la mano abierta. No en vano su nombre de pila, en Francia, se puede traducir por manual, el que utiliza las manos, el artesano, el manitas. Se le pudo ver el primero de octubre de 2015 en los estudios de la emisora France Inter hecho una furia, como si la fuera a tomar por la fuerza de las armas, y se le vio el 23 de febrero del mismo año levantando el codo ante las cámaras de televisión. Es una bonita historia.
Héte aquí que en el Salón de la Agricultura de París estaban muy contentos de recibir la vista del entonces primer ministro de Francia. Y, amablemente, en cada puesto de los inmejorables productos regionales de la tierra le ofrecían un vaso, una copichuela. Ahora una de vino tinto, ahora una de vino blanco, ahora una cervecita, luego algún licor un poco más fuerte. Debemos recordar que ese país es muy grande y tiene muchas regiones y departamentos, muchos territorios en la Francia metropolitana con los que se debe quedar bien y ser agradecido. En definitiva, que los franceses contemplaron al señor jefe de Gobierno tragándose más de diez bebidas delante de las cámaras. Todo el mundo pudo ver cómo el político hiperactivo catalán comienza, de repente, a trabársele la lengua, a reclamar a gritos la presencia de uno de sus ministros, a ponerse rojo, sobre todo en las orejas, a intentar hablar con la boca llena, y cómo acaba gritando de mala manera a sus acompañantes, especialmente a los que le advierten que está bebiendo demasiado. “Cuidado que si empiezas a mamar, después...” se oye que le dicen discretamente mientras se hace el loco.
Y fue entonces, sólo entonces, visiblemente alegre y satisfecho de su persona cuando Manuel Valls se pone a hablar catalán, un fenómeno muy natural en ese estado de sinceridad interior. En ese momento espléndido no tardó mucho en darse cuenta de que, en el salón agrícola, se había instalado un pequeño plató del programa Midi en France del canal France 3. Fue un gran momento de la historia de la televisión. Aunque no estaba invitado, el primer ministro, sin escuchar a sus acompañantes que ya se lo llevaban hacia el coche oficial, irrumpe por sorpresa en la emisión en directo. Un primer ministro va donde quiere y hace lo que quiere, parece que esté pensando. El problema es que para acceder al plató había una valla de baratillo, falsamente agrícola que le impedía el paso. No hay problema, pierna hacia aquí, pierna hacia allá, gritando ahhh, su excelencia el primer ministro, hecho todo un cowboy catalán, llega finalmente hasta dónde se encuentra el presentador del programa. Todo el mundo le aplaude porque ha conseguido no caerse, todo el mundo se ríe. A Manuel Valls le gusta que le aplaudan. Lo que ahora no se acaba de entender, sin embargo, es cuando le sale el catalán de dentro, exactamente cuáles son las condiciones necesarias para este fenómeno. Y si, como confesó en su última conferencia en Catalunya, cuando dijo emotivamente t’estimo en lugar de je t’aime, cuando le salió espontáneamente el patriotismo barcelonés, si primero había hecho alguna libación o no. Estaría bien saberlo.