Las crisis de gobierno son uno de los momentos más agradables para algunos periodistas profesionales. De entrada, les permite simular que ya estaban informados de todo lo que pasaba en el intríngulis político. “La situación era insostenible”, apuntan, lapidarios y, luego, se callan y bajan la cabeza. Pero sobre todo es el momento en que se sienten legitimados para dedicarse a dos actividades prioritarias. La primera, la de hacer la pelota a los políticos recién nombrados, sin olvidar nunca el inmejorable aspecto que ofrecen ni la solidez de su currículum. La segunda de estas actividades periodísticas es la de insistir en las críticas contra los cesados, ahora ya, lógicamente, sin demasiado peligro.
De ahí, seguramente, que la prensa españolista y bucanera se haya acordado de la antigua consellera de Cultura, Mariàngela Villalonga. Y la ha llamado esa cosa tan fea de “racista-racista, catalana-racista” porque ya sabemos que a los independentistas nos tienen que llamar racistas si se da la ocasión. Y todo porque un día, divagando, divagando, sobre la sardana, usó aquello tan rancio de la “raza catalana”. Una expresión pasada de moda que me han contado, ay, ay, también usó en un libro fatalmente también dedicado a la sardana. Como si aquello fuera un conjuro que se le hubiera escapado a la señora Vilallonga, como si en las reuniones independentistas, catacumbales y misteriosas, esta fórmula fuera moneda de curso corriente, pronunciada entre que se van devorando ritualmente a niños crudos y la ralladura de discos de vinilo de El Fary, saltando y bailando, mientras formamos y desformamos el diabólico círculo.
De hecho, la expresión “raza catalana” no es más que una adaptación mimética, muy regionalista, del concepto de raza del españolismo más rancio de los siglos XIX y XX. De aquella vindicación apasionada de la lengua española, de la españolidad como vínculo común e indestructible entre la Castellanoamérica que habla de la madre patria y la España peninsular, del blanqueamiento venturoso de las pieles americanas por obra y gracia del encuentro entre indígenas y conquistadores. Es aquel concepto bienintencionado de hermandad que termina en germanía, los versos tan conocidos del nicaragüense Rubén Darío en Cantos de vida y esperanza, lo de las “Ínclitas razas ubérrimas, / sangre de Hispania fecunda”. Un Rubén Darío al que, con alevosía, Valle-Inclán denomina “negro” en Luces de bohemia porque era un sietemachos, y un buen español de Galicia. De esta raza vienen también las celebraciones del Día de la Raza, el 12 de octubre, conmemoración del descubrimiento de América de Colón en 1492. Y, por supuesto, también Raza, libro atribuido al general Franco, cuya la adaptación cinematográfica dirigió José Luis Sáenz de Heredia en 1941.
No sé si es verdad que en la ciudad de Sevilla aún se conserva el Monumento a la Raza, erigido durante la Exposición Iberoamericana de 1929. Estoy seguro de que si ese mismo monumento estuviera en Barcelona como la estatua de Colón nadie lo encontraría racista, fascista, ni extraño ni nada de nada. Decir “raza” sólo es racista si se pronuncia en lengua catalana. Si se dice en español entonces ya es diferente, es incluso antirracista, cordial y simpático, un emotivo recordatorio de nuestros hermanos de América. Sólo sería sospechoso de supremacismo y de xenofobia otro tipo de monumento. Por ejemplo, si fuera un monumento a la sardana.