Ante todo dejadme manifestaros mi profundo desprecio, mi beligerancia hacia todos vosotros, partidos políticos. Vosotros y yo somos como los pájaros y el gusano, enemigos naturales y enemigos para siempre. Actualmente, y sin excepción, sois el cáncer de la democracia, los principales obstáculos para la libertad, la igualdad y la fraternidad de nuestra sociedad, tanto en Catalunya como en cualquier otro país de parlamentarismo liberal. De los países sin un poder legislativo libre no vale la pena ni hablar porque son, de una manera u otra, dictaduras, sistemas criminales, contrarios a los derechos humanos. No pongáis caras amargas porque todo el mundo sabe la verdad, que después de tantas riñas, de tanta pelea entre vosotros, las políticas que hacen los gobiernos en toda Europa libre son, más o menos, las mismas. Que tanto da que ganen las elecciones éstos como aquéllos, al final no hay diferencias notables. Por eso muchos electores acaban votando el color de una corbata o el vestido de una señora, la cosa no da para mayores opciones. Tantas divisiones, tanto follón, tanto partidismo y, al final, sólo sirve para paralizar la política, para dilatar en el tiempo las decisiones, excesivamente. ¿Dónde estaría hoy Catalunya sin los interminables tiempos muertos que nos imponen los partidos políticos, sin su inoperancia, sin sus peleas interminables? Nos avergonzáis cada día que pasa.
Tanta fragmentación sólo sirve, en la práctica, para constituir gobiernos débiles y escasamente ejecutivos, absolutamente incapaces y cobardes ante los grandes poderes económicos y los grandes poderes fácticos del planeta. La Unión Europea es un ejemplo nítido de ello. Si hay un modelo organizativo de ineficacia y de ineficiencia, éste es el de los partidos políticos, pregunten a cualquier economista. Desde la presidencia de Franklin Delano Roosevelt (1933-1945) hasta hoy, los gobiernos de todo el planeta han ido perdiendo, cada vez más, el poder efectivo, a menudo entretenidos en peleas internas de poder. Despreocupados, en la práctica, de los auténticos problemas de los ciudadanos que les han votado, los partidos están abocados sólo a la adrenalina de las guerras civiles. Los partidos políticos son cada vez más abiertamente gestorías de intereses de determinados clanes, mafias, capillitas, camarillas y de varias tribus antropofágicas. Nunca se habla de ideas, de ideología, en ninguna formación política, sólo se habla de poder, de amores y odios dentro de las familias. Insisto. Los partidos son lo peor de nuestra sociedad, estructuras que funcionan sin democracia interna, abocados a la obtención de dinero y de poder por cualquier medio, legal o ilegal. Los casos de los ERE, los papeles de Bárcenas, del Palau de la Música, son más elocuentes que ninguna de mis palabras.
Una sindicalista y filósofa tan profundamente de izquierdas como Simone Weil y un carca tan espantosamente demócrata como el general De Gaulle coincidían en denunciar la perversidad de los partidos políticos. Para Weil son “el mal casi en estado puro”, porque exaltan las masas polarizándolas, exagerando constantemente para lograr artificialmente el máximo poder posible. También porque buscan siempre la mayoría absoluta, el poder total que acaba convirtiéndose en totalitario. Sin olvidar la famosa disciplina de partido, una práctica policial que va matando el alma de sus miembros, que van dejando el impulso inicial para lograr el bien común. Sólo interesa el beneficio del partido. Del mismo modo que no queremos a conductores bebidos en nuestras carreteras, ni a pedófilos en contacto con menores de edad, tampoco deberíamos permitir que las psicologías más cínicas fueran tan mayoritarias entre nuestra clase política.
El sistema de los partidos políticos es el sistema del follón, decía De Gaulle, por eso propició la reforma de la Quinta República francesa, con un poder ejecutivo fuerte, más parecido al sistema político de Washington que al de la vieja tradición tiquismiquis francesa, tan parecida a la nuestra. Recordemos que votamos sólo a personas. A seres humanos. No votamos ni partidos ni ideologías, votamos a individuos que nos representan, sentados en un escaño. Porque más allá de la desconfianza en el sistema de los partidos siempre nos queda la confianza en lo que Graham Greene denominaba “el factor humano”. Desde este punto de vista nunca he entendido, ni cómo es aceptable, que el presidente del Gobierno reciba un sueldo de su partido y que le añada el sueldo de jefe del Ejecutivo. Este señor que nos manda, entonces, ¿para quién trabaja, para el conjunto de los ciudadanos o sólo para los de su grupo? Uno de los dos sueldos sobra. ¿Se puede ser líder de un partido y al mismo tiempo líder de una nación? ¿Y gobernar para todos? Difícil de creer.
Criticáis a los líderes mesiánicos, como si Felipe González o Jordi Pujol, dos estafadores a sus electores, no hubieran sido eso, dos mesías precisamente gracias a sus respectivos partidos. Carles Puigdemont, en cambio, me parece otra cosa, con todos sus errores y debilidades. Lo veo una opción política más honrada, menos incierta que no la de ir votando partidos políticos fácilmente sobornables. Cuanto más Puigdemont sea Carles el Grande más ganará Catalunya, el común, cuanto más partidista, sectario, decantado actúe, menos crédito humano, político, tendrá entre los electores de Catalunya. Hoy le veremos entrar en el Parlamento de Europa, contra la mafia de todos los partidos políticos presentes en el hemiciclo, grandes y pequeños, que han hecho todo lo posible para dejarlo fuera. Puigdemont, contra los partidos políticos, demuestra con hechos que no todo está podrido.