Una lengua vale lo que valen las personas que la hablan. Cuando fue lengua de reyes y de Papas, de opulentos mercaderes y de grandes médicos, cuando Ramon Llull la gastaba por hacer nueva filosofía, cuando Ausiàs March o Joanot Martorell escribían los mejores libros o cuando Antoni Gaudí se encaraba con un policía que le exigía el español, el catalán nos dignificaba y nos mantenía el calorcillo como un neopreno. El catalán, solo, era ya la civilización y la cultura, y no ninguna curiosidad minoritaria ni ningún estorbo familiar. En los Países Catalanes no había más lengua viviente excepto el catalán, ni expresión más natural ni oportuna, incluso en nuestras ciudades más populosas, incluso en Cerdeña o en la Cataluña francesa. Gracias a nuestro idioma privativo, por pura lógica, no había más identidad colectiva que la catalana y por eso Ramon Muntaner, muchos siglos antes de la invención del nacionalismo, bendecía a los repobladores murcianos porque “son catalanes y hablan el más bello catalán del mundo”. Los bendecía porque todavía no se habían dejado colonizar por los servidores del rey de Castilla, porque durante la redacción de su Crónica mantenían allí aquella enésima Catalunya Nueva, la de más al sur, en las orillas del Segura, como otros mantendrían tantas otras inesperadas Cataluñas en Orán y en Argel, en Atenas y Neopatria. Cuando Miguel de Cervantes o Pablo Ruiz Picasso aprendieron catalán fue porque el español aquí no valía para socializarse, y por eso, en pleno franquismo, Gabriel García Márquez sabía catalán y Mario Vargas Llosa también lo sabía pero no quería saberlo. El peruano era tan guapo como clasista y solo tenía tratos con otros hispanoamericanos instalados, también con la colonia española de Barcelona y con mi maestro Martí de Riquer, siempre ávido de conocimientos curiosos y extraterrestres.
Debemos recordar que el español, en el pasado, no servía para nada que no fuera España y, adicionalmente, la comunicación con Portugal, o también con la morería peninsular y el actual Marruecos, donde sí se estableció como una poderosa lengua franca regional. Con los vascos, en cambio, tradicionalmente, tanto te podías entender en catalán y occitano como en castellano o, a menudo, no entenderte lo más mínimo, como “aquel vizcaíno que se encontraba en Alemania”. Cierto es que en Catalunya, la situación del catalán, en cambio, era muy diferente. Nuestra reina Violante de Bar (1365-1431), regina de Aragón, al fin y al cabo una extranjera, una Valois como las demás, mantenía su correspondencia privada con su familia francesa en catalán, como se puede comprobar en las cartas conservadas en el Archivo de la Corona de Aragón. Sí que es verdad que algunas personas con vinculaciones personales con Castilla sabían bien la lengua vecina de forma ocasional y privada, como Juan Boscán Almogáver (1409-1542), noble de la corte del emperador Carlos, de mucho renombre, quien decidió escribir sus poesías en la lengua de su íntimo amigo Garcilaso de la Vega. Poco las debieron de entender en Barcelona ya que, como denunció san Antonio María Claret muchos años después, a mediados del siglo XIX, los sermones en castellano no se entendían demasiado y debían hacerse necesariamente en la lengua del país si querían tener repercusión. Confesor de Isabel II de España, poca broma con lo que gestionaba este señor, le escribe y le hace comprender que “nosotros predicamos en español y ellos se condenan en catalán”.
Una lengua vale lo que valen las personas que la hablan. Sin embargo, hoy ya no cuentan tanto como en el pasado los poderes políticos, hoy sobre todo son más importantes los económicos y culturales. Cuando desaparece en el siglo XVI la monarquía catalana el catalán se mantiene, plenamente, y de qué manera, porque sigue siendo, con ondulaciones, una cultura de primera división europea. Y lo es hasta el siglo XXI porque la lengua y cultura castellanas no son ninguna competencia real ni eficaz, porque la cultura española no suscita la admiración, la fascinación, la complicidad que han despertado tradicionalmente entre los catalanes el francés y el italiano, lenguas inequívocas de comunicación universal y de alta cultura. Y hoy, sobre todo, el inglés. El español no es una lengua común para los catalanes, porque sencillamente no tiene ninguna de las interesantes prestaciones del inglés y, aunque la propaganda política asegure lo contrario, la lengua de Castilla se habla universalmente en la Catalunya española, en el País Valenciano y en las Islas solo gracias a un proceso multitudinario de inmigración hispanófona. Que, cuidado, no siempre ha tenido como consecuencia un proceso adicional de colonización lingüística y cultural. La castellanización de los Países Catalanes es severa pero en ningún caso puede considerarse como definitiva porque a menudo es vista como ilegítima por parte de los propios inmigrantes. Porque borrar del mapa el hecho vivo de Catalunya, la lengua y la cultura catalanas, no es una posibilidad digna de ser tenida en cuenta por muchas de las personas recién llegadas, respetuosas con nuestra nación. La responsabilidad, y muy viva, es más bien en el territorio de los catalanohablantes. Si en catalán no pasa nada interesante, si no se hace nada digno de interés, no es responsabilidad de los nuevos catalanes. Si la cultura catalana actual es percibida como aburrida, improvisada y narcisista algo debemos cambiar de inmediato. Si tevetrés, por poner un ejemplo comprensible, es tan mala como las otras televisiones españolas, tan subordinada a la cultura española y tan poco genuina, sin ningún valor añadido, sin vinculación alguna con la cultura internacional no española, sin ninguna innovación ni autoexigencia, completamente castellanizada y negligente en cuanto al respeto a nuestro idioma, ¿no nos estamos suicidando como sociedad? ¿De verdad queremos ser una sociedad de rentistas, de jubilados aislados, donde todo el mundo solo hace lo menos posible, secuestrados por una espesa pereza tropical?