Las lenguas que no aprovechan llega un momento que mueren. Y desaparecen. Si no son herramientas de civilización, de progreso, de vida futura, como el catalán o el holandés o el persa, si no trabajan para los hablantes que las saben, pronto molestan y se olvidan sin remedio, sin mañana. Adiós muy buenas. Aprender es harto difícil pero desaprender es tan inevitable como respirar. Ya lo decía el clásico que tots jorns aprenc e desaprenc ensems. Sí claro, que mal, es una lástima, y supuso una auténtica catástrofe cultural, qué pena, pero lo cierto es que un buen día se acabaron el dálmata, el egipcio clásico, el guanche de Canarias e incluso el huno, la briosa lengua de Atila. Una lengua que no se usa no hay congelador que te la conserve fresquita como si fuera el cadáver de Walt Disney. Por eso conservamos el testimonio del escritor Jorge Luis Borges que un día lloraba amargamente cuando se dio cuenta que la lengua alemana, que tantas horas y esfuerzos le había costado aprender, prácticamente se le había olvidado de no usarla. Que ya se le había escapado para siempre: “Te tuve alguna vez. Hoy, en la linde / de los años cansados, te diviso / lejana como el álgebra y la luna.”
Para quedar bien, a menudo se dice que todas las lenguas del planeta constituyen un colosal patrimonio cultural que hay que preservar como un medio ambiente precioso, como si fuera un oso del Pirineo. Pero a la hora de la verdad, sólo las lenguas que se protegen a sí mismas son las que tienen un futuro plausible. Nadie pensaba ir a ayudarles y por eso los francófonos de Canadá han tenido que espabilarse solitos para que el francés no se borrara de Norteamérica, o los flamencos o los gaélicos para que sus respectivos idiomas no perdieran ni territorio ni hablantes, para no quedar reducidos a una curiosidad histórica sin esperanza. Por este mismo motivo de preservación cultural hay que volver a explicar el modelo de la escuela catalana y de otras duras disposiciones legales tan exigentes, tan duras como imprescindibles, y que hoy determinan la discriminación positiva en favor del catalán y de los ciudadanos que pagan impuestos y hablan catalán. Disposiciones necesarias hoy ya que que sólo hay que ver cuál es la situación indigente, vergonzosa, de la la lengua catalana en la Catalunya Nord o en l’Alguer o en otros territorios catalanes donde el catalanismo político no ha ejercido ni gobierno ni influencia. Donde el expansionismo lingüístico, militante, del español, del francés y del italiano continúa queriendo construir sociedades monolingües al amparo de las fronteras estatales y sin respetar en modo alguno los derechos lingüísticos de sus ciudadanos que tienen como idioma materno una lengua minorizada.
Lengua minorizada que no minoritaria, porque las lenguas con un futuro amenazado han sido aculadas, jibarizadas, precisamente por las lenguas expansionistas. A los partidarios del mantenimiento de la actual situación lingüística de España y que se niegan a admitir otros planteamientos habría que recordarles que nunca ha ha existido una lengua común peninsular, excepto el latín. Lo que ha habido ha sido un genocidio cultural imputable exclusivamente al Estado de matriz castellana, responsable histórico y político de la muerte del guanche, de la práctica desaparición de la lengua aragonesa, de la casi extinción del asturiano, de los graves problemas de vitalidad del gallego, del vasco y del catalán. El castellano es el responsable histórico y político de la extinción de záparo en Ecuador, del chono en Chile, del tehuelche en Argentina, del tinigua en Colombia, del campa en Perú, del atzinca en México, de tantas y tantas lenguas que la lista se haría interminable e imposible de asimilar. El Estado español no quiere preservar ni proteger los derechos lingüísticos y culturales de todos sus ciudadanos tal como dice la sacrosanta Constitución y, aún menos reparar de alguna manera las atrocidades expansionistas del pasado. Porque sabe que la escuela catalana es una amenaza a la unanimidad cultural castellana, y porque sabe que la escuela catalana no españoliza a sus alumnos —como quería el ex ministro Juan Ignacio Wert— ahora la quiere derribar definitivamente. Pero no es el único. El otro día, el periodista Enric Juliana dijo en la televisión que quizás sí que habría que enseñar más castellano en la escuela que depende de la Generalitat de Catalunya. Como si la escuela no fuera una herramienta de transformación cultural, como si la escuela fuera un ámbito para quedar bien con todo el mundo. Como si el señor Juliana tuviera alguna remota idea de sociolingüística.