Una mala y buena noticia. La mala noticia es que formamos una cuadrilla de negligentes, de vagos, un país que no quiere lo suficiente ni protege demasiado a la más formidable herencia que tenemos de nuestros antepasados: la lengua catalana. “Aqueixa veu dels ausents”, como dijo una vez Mosén Verdaguer, nuestra lengua es una marca que nos identifica, nos retrata. Es el ingrediente indispensable que nos hace ser picajosamente como somos, lo que nos estimula y nos empuja hacia el futuro, hacia adelante. Visto todo lo que hemos visto en los países de nuestro entorno, ser catalán no es precisamente desgracia alguna. Hoy estamos viviendo en el primer tercio del siglo XXI la gran revolución humanista de las identidades individuales y colectivas. Y gracias al catalán somos singulares e inconfundibles, irrepetibles. Somos, señoras y señores, somos, seguimos siendo. Y es por ese motivo que algunos quieren que dejemos de ser.
El catalán es nuestro petróleo, nuestras fabulosas minas de oro, la fórmula mágica que explica por qué en un territorio tan insignificante del Mediterráneo los catalanes pudimos salir adelante. De las piedras hacemos panes, han llegado a decir. Fuimos líderes en la revolución comercial de la Edad Media pero también en las sucesivas revoluciones industriales de los siglos XVIII, XIX y XX. En catalán hablan el derecho mercantil del Consulado de Mar, la peseta española, el submarino de Monturiol, las torres de la Sagrada Família, buena parte de la mejor pintura española contemporánea, el gran estallido literario y cultural anterior a 1939. Y también tenemos una de las mejores y más nítidas tradiciones democráticas europeas. No, ni Hitler ni Mussolini ni Stalin ni Franco hablaban en catalán. Por eso podemos decir, con la sonrisa en boca, que la lengua catalana no es ninguna curiosidad histórica ni ninguna incertidumbre. La razón está clara. La lengua catalana es cobijo del ser y del saber. La lengua catalana es civilización.
He dicho que tenía una mala y buena noticia. Lo bueno es que la lengua española ya ha llegado tarde y no podrá eliminarnos del mapa. Hoy el ciclo histórico es otro. Gracias a las nuevas tecnologías y a la mundialización, el inglés y el catalán son perfectamente compatibles y constituyen un futuro plausible de cultura y progreso para nuestros hijos. La condición es que no podemos distraernos. Debemos seguir creyendo en nosotros mismos y en nuestra herencia. Debemos continuar al acecho y no pasarnos ahora al español como unos memos. Si nos castellanizamos como sociedad, ahora que el español está retrocediendo internacionalmente, quedaremos atrapados en una ratonera, trabados para siempre en un proyecto sin salida. Y es que el español ha perdido la batalla.
Esto no lo leerán en la mayoría de los medios de comunicación españoles, unos medios que viven de la propaganda y de falsificar la realidad del mundo en el que vivimos. No se crean la propaganda españolista, háganme el favor. El español no sólo no compite con el inglés como primera lengua internacional, sino que ahora está desapareciendo en algunos países. La presión del inglés es demasiado fuerte, colosal, y es tan fuerte que ni el mandarín ni el español pueden hacerle sombra. Ninguna lengua puede plantarle cara. Quizás el inglés tuvo competidores en el pasado, pero no hoy. Hoy lo que está ocurriendo en Filipinas nos explica la catástrofe de la lengua española. Y no nos lo relata ningún independentista, sino uno de los principales expertos del Instituto Cervantes, David Fernández Vítores, en su reciente libro Las afueras del español.
La lengua castellana se denominó española por razones políticas. Porque quería convertirse en la principal de la península ibérica, en competencia con el gallegoportugués y el catalán. De hecho, hace más de quinientos años que el español intenta imponerse a Catalunya pero no lo ha logrado. Y no lo logrará a partir de ahora porque ha perdido su principal atractivo: convertirse en una lengua de comunicación internacional. En Filipinas ha desaparecido prácticamente y todo el mundo ya utiliza el inglés: el español es irrecuperable allí. En Marruecos más del 20% de la población hablaba español y ahora el porcentaje se sitúa en menos del 5%. En Estados Unidos el gran alud inmigratorio hispanoamericano ha sido mayoritariamente asimilado y la lengua inglesa se ha hecho reina y señora. Solo el 13% de los votantes registrados en Estados Unidos se consideran “hispanohablantes” y muchos, pese a esta denominación identitaria, han abandonado la lengua castellana a favor del inglés. Se consideran hispanos pero hablan en inglés porque el español, en Estados Unidos, no resulta demasiado útil.
El español es hoy la lengua nativa de unos 500 millones de personas, ciertamente. Pero como lengua internacional no llega a los 100 millones de hablantes, según la cuantificación del profesor Fernández Vítores. Y es que los más de 20 países que hablan español en el planeta son mayoritariamente muy pobres y sin demasiada influencia internacional. Gracias a internet y a las nuevas tecnologías, en Marruecos, la televisión ya no la ve a nadie que tenga menos de veinte años. Y en la red las generaciones que vienen ya no necesitan consumir en español ningún contenido, les basta el árabe y el francés. Incluso este modesto artículo ya pueden leerlo muy bien traducido a cualquier lengua culta. Hoy o en pocos meses porque las mejoras en la traducción automática no dejan de progresar y de sorprendernos.
En las próximas décadas se confirmará esta tendencia que no tiene posibilidad alguna de cambiar. Cuanto más días pasen, más claramente veremos que el español ya no sirve para nada fuera de España. Pronto viviremos en un mundo bilingüe en inglés y la lengua local. En nuestro caso, el catalán. Que podremos conservar vivo y fuerte si somos capaces de preocuparnos un poco por su futuro.