El reciente editorial de El País, A los catalanes, nos permite entender como una parte muy mayoritaria de los españoles continúa de espaldas al invencible fenómeno político que significa el independentismo en todo el planeta. Y el realismo político. A diferencia de otros antiguos imperios universales, como los de Inglaterra y Francia, bien claramente a diferencia de Portugal, esta gente tan ufana y tan soberbia de España, y especialmente sus propagandistas asalariados, siguen sin querer entender nada de la amarga y aleccionadora experiencia histórica que han tenido más de quinientos años para asimilar y asumir. O por lo menos desde que Estados Unidos impusieron su invariable política internacional, como gendarme y conciencia moral del mundo, una doctrina orientada a acabar con la subordinación política de una nación sobre otra, para siempre. Una política exterior que España debería conocer mejor que nadie, porque fue la que impuso el presidente William McKinley al iniciar la guerra de Cuba y que acabó de establecer Woodrow Wilson después de la Primera Guerra Mundial, tras la independencia de la República de Irlanda en 1921, una vieja nación europea tan integrada o más en Gran Bretaña de lo que lo es hoy Catalunya respecto a España. Es difícil de comprender como del Desastre de 1898 no ha quedado nada en la memoria colectiva española, nada excepto una profunda intolerancia hacia lo que no es castellano y castizo, además de un notable aislacionismo y de un victimismo fabulador. A lo largo de la rica historia de España, más de veintitantas independencias, en los cinco continentes, de México a Guinea Ecuatorial, de Argentina a Nápoles, han ido reduciendo, sin freno, España, un Estado español que a cada generación, y de manera absurda, a veces cómica, confía en vano en restaurar aquel imperio perdido, aquella fe religiosa distraída en su pasado. Exactamente como en los tiempos del franquismo más terco, fuera del imprescindible realismo que necesita una política que pretenda sobrevivir a las principales dinámicas de la política internacional. Desde la terrorífica guerra contra los patriotas holandeses de 1568-1648 —que duró ochenta años— hasta la huida del Sahara Occidental, España ha imaginado y continúa imaginando ser una realidad política única e invariable, divina, eterna en el tiempo de manera mágica. Y que son los demás imperios los que se degradan y desaparecen sin remedio mientras que las fuerzas coloniales represivas continuarán apaleando indefinidamente a los ciudadanos —y contribuyentes— catalanes y vascos ante la indiferencia internacional. Porque ellos son especiales. Creen que De Gaulle tuvo que renunciar a Argelia y Churchill a la India pero que España nunca deberá renunciar a Barcelona. Sobre todo si tenemos en cuenta que argelinos, indios y catalanes comparten una misma realidad. Una realidad social, la voluntad muy mayoritaria que exige el fin inmediato del período colonial.
Catalunya no sólo es una colonia española en términos económicos y culturales. No sólo es que los administradores no entiendan la lengua de los administrados como ocurría en Hong-Kong o en la isla de Rodas en tiempos de Mussolini. Catalunya es sobre todo una colonia ya que, mientras el editorial de El País se decora con afirmaciones pomposas y palabras grandilocuentes, como la palabra fetiche democracia, la cruda verdad es que la voluntad democrática de Catalunya, la que ha hecho ganar las elecciones reiteradamente al independentismo no es reconocida ni respetada. Es la misma intolerancia a la democracia que los españoles tienen respecto a la voluntad muy mayoritaria de los ciudadanos de Gibraltar, que se niegan a dejar de ser británicos para convertirse en una colonia de España. Si se recuerda con insistencia que la sociedad catalana aprobó mayoritariamente la Constitución Española en 1978, se debería insistir también en la evidencia de que ningún contrato social es eterno ni puede continuar vigente cuando una de las partes lo rechaza de pleno. Si Catalunya tuvo el derecho a integrarse democráticamente en el proyecto nacional español, entonces tiene el mismo derecho a salir de éste. Salir de España es tan digno y legítimo como entrar en España. Y viceversa, si no puede salir voluntariamente de España es que tampoco pudo entrar por voluntad soberana. Ya que hoy la soberanía del pueblo catalán puede ser reprimida, perseguida, castigada, negada. Pero lo cierto es que se mantiene en la historia, generación tras generación. El hecho vivo de Catalunya se mantiene con la misma intensidad que intentan negarlo, entre muchos otros, El País. Un medio marginal en Catalunya en número de lectores y en incidencia pública.