Pasé algunos años en Francia como lector de Lengua Catalana y, después, como profesor ocasional de Literatura en la Universidad Fabra y de Historia en la Autónoma de Barcelona. De nuevo en Catalunya, cada día me daba más vergüenza, sin embargo, haber vuelto y estar viviendo, con mejor perspectiva, la docencia a la española. Sobre todo porque en ese momento ya podía comparar con la experiencia francesa. Sobre todo porque mi discrepancia con lo que ocurría y ocure en las aulas de Catalunya fue evolucionando de crítica y decidida a total y recalcitrante. Experimentaba cada vez una repugnancia moral más viva con la grotesca comedia en la que estaba participando, con esa estafa a la sociedad del conocimiento. Las condiciones laborales de aquí no son sólo las propias de las actividades superfluas y socialmente irrelevantes y prescindibles, el comportamiento de mis compañeros de trabajo y de los directivos universitarios es, para colmo, el de las sectas más opacas y replegadas sobre sí mismas. Tendientes al mínimo esfuerzo, a la acidia monástica, a la vida contemplativa, a las luchas recreativas por un ínfimo poder y a las repetitivas bajas laborales por depresión. Baste con echar un vistazo a las principales librerías del planeta en cualquier ámbito de las Humanidades. Catalunya y sus académicos llevan años y más años sin producir ni un solo libro, ni un solo estudio, ni una sola aportación que merezca curiosidad ⸺ya no pido interés ⸺ internacional. Anglosajones, franceses, alemanes e italianos son todos los únicos nombres académicos de consenso que pueden citarse con solvencia. Nuestra cultura académica, catalana y, hoy por tanto, subsidiaria de la española, es cien por cien importadora de conocimiento y cero por cien exportadora. Nuestra sociedad parece que se haya decidido a especializarse, más allá de las falsas proclamas de los políticos en ser la de un país de camareros, futbolistas y trabajadores venéreos. No podemos negarlo. Tenemos un Centro de Alto Rendimiento Deportivo y absolutamente ningún centro equiparable en el ámbito de las Letras.
Catalunya ha llegado a ese punto crítico de no retorno. Cuando, por decisión gubernativa, ya no es necesario aprobar todas las asignaturas para obtener una determinada titulación. Cuando la producción industrial de títulos universitarios es prioritaria a todo, cuando se ha convertido sobre todo en un negocio y una actividad dudosa, como demuestran los grados universitarios y doctorados de tantos políticos españoles en activo. Políticos silvestres y puramente vírgenes de lecturas. Cuando los títulos españoles de estudios se devalúan cada día más, como constatan nuestros estudiantes que deben emigrar fuera para estudiar como es debido y tener un trabajo que se corresponda, aunque sea un poco, con los estudios realizados. Un importante directivo del Departamento de Educación ⸺porque ahora dicen que educan y que, por eso, no enseñan⸺ me intentó convencer hace pocos años para que volviera a la enseñanza secundaria, para que pudiera enseñar un poco a leer y a escribir, las dos cosas que trato de hacer todos los días. “Pero no te equivoques, Galves, no te equivoques. Sabes mucho y eso es un inconveniente. No quieren filólogos, no quieren estudiosos, quieren pedagogos teóricos, quieren que recites como un papagayo este nuevo catecismo, la palabrería de la poción mágica, la ciencia que pretende enseñarte a aprender.” Enseñar a aprender es cómo enseñar a volar a los pájaros, que siempre sabrán, aunque se lo impidamos.
Hay gente que no logra sobrevivir a las buenas intenciones de la familia, pero afortunadamente algunos de nuestros jóvenes están sobreviviendo a la catástrofe de la enseñanza pública catalana estudiando en el extranjero. Estudiar siempre fue un privilegio de los ricos y poderosos y la destrucción de nuestro sistema escolar universal sólo puede entenderse como una rotunda victoria del clasismo más rancio, como un retorno de la desigualdad más salvaje, como una avería del ascensor social, como un síntoma de que la Catalunya del mañana se parecerá más a Argentina, Colombia o México que a Finlandia. Nuestra sociedad es cada vez más como la que dibujó Aldous Huxley en Un mundo feliz, la novela de 1932 que se anticipa y contradice las tesis de George Orwell en 1984 (1948). No hace falta ningún Hermano Mayor que nos vigile porque nosotros ya estamos exhibiendo nuestras vidas. Amaremos la opresión como hacían los franquistas. Adoraremos aún más las nuevas tecnologías que nos enturbian el pensamiento independiente. Ni es necesario que ninguna dictadura prohíba los libros como pronosticó el autor de Homenaje a Catalunya ni Ray Bradbury en Fahrenheit 451. Huxley pronosticó que no habrá que llegar hasta este punto. Lo que pasaría ⸺quizás ya hemos llegado a eso ⸺ es que no habrá prohibición alguna de los libros porque nadie querrá leer ninguno. Libremente. No tendremos tiempo de leer porque estaremos muy entretenidos en otras cosas. Leer no sirve para nada. No nos privarán de información, nos darán tanta que nos reducirán a la pasividad y al egoísmo más íntimos. La dictadura que se prepara no es la de los dictadores con cara de perro sino con la angélica cara de los dioses. Pronto viviremos en una sociedad totalitaria en la que todo el mundo estará encantado de pertenecer y de distraerse, donde se confiará ciegamente en los gobernantes benéficos y donde la sociedad exhibirá, satisfecha, su repugnancia por el esfuerzo y su colosal ignorancia. Nos divertiremos a morir.