Al final resulta que el general de Gaulle no era ni general. Medía casi dos metros, desde las botas hasta llegar al quepis, en contraste con el metro sesenta y nueve del mariscal Philippe Pétain o el escaso metro sesenta y siete del primer ministro Winston Churchill. Pero a la hora de jubilarse, de retirarse, en el momento de la sagrada hora de la burocracia, le dieron una pequeña paga de coronel, porque decían que el grado de general solo se le había concedido de manera temporal, durante la improvisación de la guerra. El Estado francés no había querido precipitarse y, al final, así es el mundo, aquel régimen tan previsor no previó que duraría menos de lo que dura una chispa, mientras que las dos estrellas de cinco puntas del general de Gaulle hoy todavía brillan bastante. Son provisionales pero también muy vivas, precisamente ahora, en estos días de las conmemoraciones de la victoria contra el nazismo, unas conmemoraciones en las que continuamos profundizando en el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial. En el que la dulce Francia no parece que quede, precisamente, cubierta de gloria. A pesar de Jean Moulin y de los héroes de la resistencia, a pesar de De Gaulle, el bulto de la ignominia de la Francia de Vichy casi lo aplasta todo.

Charles de Gaulle no era nadie el 18 de junio de 1940, ni le conocía casi nadie, ni tampoco era exactamente general, pero pronunció la famosa llamada a la resistencia desde la BBC de Londres. Dicen algunos historiadores que tampoco le oyó mucha gente la primera vez que salió hablando por antena, pero después ya le llamaban “general Micro”. Durante aquellos días nadie dijo nada, ningún líder político ni militar francés movió un músculo de la cara, todo el mundo quieto, y De Gaulle se movió, fue el único que desobedeció públicamente la orden de rendición del glorioso mariscal Pétain. Seguramente porque siempre fue un inconformista y porque conocía perfectamente quién era, en realidad, el farsante, aquel viejo héroe que se rendía a Hitler, porque Pétain había sido, en algún momento, su protector y De Gaulle había sido, concretamente, su negro. Sí, la hipocresía francesa tiene estas servidumbres tan particulares y allí hay quien quiere siempre pasar por sabio, por intelectual, por escritor, por ilustrado. De modo que cuando Philippe Pétain vio la oportunidad de convertirse, también, en miembro de la Academia Francesa decidió que De Gaulle, su subordinado, le escribiría los libros que él firmaría con gran solemnidad. Siempre había tenido una pechera muy ancha para colgarse muchas medallas.

Y De Gaulle escribía muy bien. Como Churchill, como tantos otros políticos de todas las épocas que cuando eran jóvenes habían soñado en ser escritores y, de alguna manera, les acaban saliendo. A mi maestro y añorado amigo Jean-François Revel el estilo del general que no era general le parecía un estilo sin estilo, “un estilo de gendarme”, un auténtico desastre, y le dedicó un librito llamado Le style du Général, que es muy divertido pero injusto, como las invectivas de Roland Barthes en ese mismo sentido. Las Memorias de De Gaulle son bastante irreales, políticamente tramposas, siempre parciales, pero escritas con una calidad y una capacidad expresiva admirables. Son una lectura plena y que hacen pensar. Las compone con gran esfuerzo, con gran contención y medida, pensando siempre en las Memorias de ultratumba de Chateaubriand, que es excelente guía y compañía, justificando una y otra vez su particular idea de la identidad francesa, del país, y como la resistencia a los alemanes fue, en el fondo, una respuesta política a la melancolía. A la profunda tristeza que producía aquella Francia tan avanzada pero también tan acabada, tan derrotada, una Francia incapaz de defenderse ni de salir adelante. Una Francia paralizada, obsesionada por el dinero que ya no tienen, en la que el individualismo más feroz y la más salvaje división interna han acabado con cualquier posibilidad de un proyecto común, de país entero, de sociedad cohesionada. De Gaulle se pronunció por la radio diciendo que había que plantar cara, que la guerra no estaba perdida. Y se mostró partidario de una política de consenso nacional en contra de los intereses mercenarios de los partidos políticos, de todos los partidos políticos, de derecha y de izquierda. Con esto que os digo, no sé si os parecerá útil releerlo precisamente ahora.