Con un poco de suerte, estos jueces enemigos, estos jueces que nos aplican el derecho penal del enemigo, destituirán a todo un señor presidente de la Generalitat por una simple pancarta. Por un lazo amarillo. Será un señor momento histórico, un señor síntoma de la salud democrática española, que como todo el mundo sabe está consolidada y es homologable y tal y cual. Después de la independencia sin independencia, del terrorismo sin terroristas, tras la violencia sin violencia, hete aquí que por fin hemos llegado a donde teníamos que llegar: al estado de las autonomías sin autonomía, a la inhabilitación de un presidente de gobierno por una miserable pancarta. Y si, además, dado el caso, el acusado se presenta ante el tribunal sin corbata quizás conseguiremos que se le castigue también por desacato. Ya se sabe que la insubordinación no se puede tolerar y hay que cortarla de raíz, sin temblores manuales. Si empiezas matando a gente, tímidamente, al final podrías acabar llegando tarde a misa.
Hoy constataremos, una vez más, que el primer catalán no es el Molt Honorable presidente como se había dicho. Aquí quien manda de verdad es el máximo representante del Estado español en Catalunya, don Jesús María Barrientos Pacho, presidente de la Audiencia, o como se dice ahora, del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya. Superior a cualquier otro poder y contrapoder, infalible como el Papa, inmune a todo otro contrapeso porque todo el mundo sabe que el tribunal europeo de Estrasburgo está muy lejos de aquí, a una distancia sideral que se contabiliza a muchos años vista. La justicia colonial, correccional, actuará hoy con la arrogancia con la que ya juzgó al presidente Artur Mas, cuando le exigió que no hiciera preguntas retóricas en la sala, que allí las preguntas sólo las hacía el tribunal, como corresponde a cualquier inquisición digna de la palabra inquisición. Ese día supimos quién era Barrientos y qué era Barrientos.
Es un acierto que el abogado de la defensa sea Gonzalo Boye, un abogado que afortunadamente no es catalán ni español, que no participa del-tú-ya-me entiendes, de los guiños indígenas, de la endogamia irrespirable de la justicia catalana, más colonial que un batallón de cipayos. No imagino Boye yendo a cenar con ningún miembro del tribunal, ni tomando un simple café, del mismo modo que sí me imagino, por ejemplo, a Xavier Melero pagándole una fanta a Manuel Marchena. Una de naranja. La fe en la justicia ciega, en el funcionamiento de las balancillas que deben quedar equilibradas, se debe plasmar en la sala de la vista, en la sala de la audiencia, en la sala donde piensan cargarse a un presidente. La justicia digna de este nombre debe ser constatable, sobre todo porque están juzgando a un cargo electo. Máxime cuando la sociedad catalana, en su conjunto, vive una experiencia tan viva de injusticia en todos los ámbitos. Y debe ser especialmente nítida y frontal, debe ser perfectamente pública, ecuánime y eventualmente comprensible para el entendimiento de doce hombres y mujeres justos, del jurado que no estará, que no existirá pero que es como si estuviera ahí.