Existe un tipo de hombre, bastante especial, al que le gusta ponerse las braguitas de su madre, de su hermana, de cualquier mujer que tenga a tiro. Después tenemos otro tipo de hombre, de varón, que te reproduce la Sagrada Familia con miles de palillos, hay quien colecciona chapas de cava, hay quien adora las corridas de toros, y hasta los hay que están enamorados del boxeo. De un deporte que nunca hubierais dicho que fomenta la lectura de los diarios en papel, pero sí, porque cuanto más papel lleves encima mejor, así es más fácil protegerte, si es que te has sentado en las primeras filas y desde el ring empieza a salpicarte la sangre, chaparrones de una lluvia jupiterina que no es precisamente de oro. La experiencia directa con los flujos de los demás, con sus líquidos internos, lo cierto es que no deja a nadie indiferente, de Caín a Monica Lewinsky. Lo digo por el abogado Javier Melero que se reivindica como partidario del boxeo. En su caso no es una tendencia inocua. Es una peculiar exhibición de masculinidad, relacionada con el derecho penal. Con un derecho penal que debería poseer épica si se aplicara a un combate desigual, si fuera al menos una pelea con cierta nobleza, y no, como en el caso del juicio del proceso, simple ensañamiento sobre unas víctimas que no se podían defender ni tenían ninguna posibilidad de escape. El ensañamiento sobre unos presos políticos que lo tenían todo en contra. No hay poesía en un linchamiento, en una máquina de picar carne. Incluso tenían en contra a los abogados que les defendían y que colaboraban con la injusticia de Marchena y los suyos.

Cuanto más sabemos de Melero más nos gusta este sietemachos que se siente vivo en los conflictos. Porque vive en la fantasía interior de ser un gran boxeador, un José Manuel Urtain y, encima, sin ironía, no se considera sólo inteligente sino muy inteligente. Y por escrito. Intentando apuntalar el prestigio del Tribunal Supremo, cuando el Tribunal Supremo de España no necesita ningún prestigio sino sólo la fuerza armada que ya tiene y que asegura el cumplimiento de las sentencias. Un Tribunal Supremo que, en primera instancia, no está pensado para la aplicación del Derecho sino para la arbitraria aplicación de la más desvergonzada persecución política. Es curioso que Melero se sienta sorprendido por el idealismo, por la determinación, por la actitud temeraria de los líderes independentistas que no se han perdido el respeto a ellos mismos. Que no son la encarnación de la figura del mercenario, del político como un oportunista. En buena parte, los condenados no son cómplices como lo es Melero del poder abusivo de los jueces, de un principio de realidad que no es otra cosa sino la apoteosis de la tiranía. Sí, de la tiranía, que lo es, y bien clara, pero no por españolista sino por arbitraria, por ilimitada, por inmoderada. Un sistema judicial tan absolutamente arrogante y enloquecido, tan sietemachos, tan boxeador, tan absolutamente envenenado por sus propias mentiras que se atreve a considerar a todos los testigos del proceso como irrelevantes. Porque estaban en una situación emocional tan convulsa que condiciona la validez de su testimonio. Como si los siete magistrados del Supremo no estuvieran en una situación emocional mucho más convulsa, políticamente contaminados, abiertamente posicionados como meros ejecutores del derecho penal del enemigo. La justicia que se impone por encima de la lógica humana, por muy consuetudinaria que se quiera, ya no es justicia. Es una estafa, simple represión. Aquí el ejercicio del derecho no es un combate noble entre dos boxeadores sino una paliza de varias personas sobre una víctima maniatada. Con la colaboración inestimable de Javier Melero, hombre de porcelana, aplaudiendo.