Como no se sabe cómo se lleva a cabo una independencia, los independentistas de todo el mundo van buscando soluciones, modelos y fórmulas secretas, se asoman o nos asomamos a mirar el mundo por una rendija, por la rendija de los que ya se han salido, por alguna buena razón de que se nos escapa. En Catalunya, país de libertad, donde nadie es más que nadie por mucho que se empeñe, los personajes irreductibles siempre han tenido el favor del público general, de ahí que nos guste más Serrallonga o Carrasclet que la gendarmería. Nos gusta más el insurrecto que el instalado, desde siempre. ETA más que Carrero Blanco. También lo hace, diría yo, que a lo largo de la historia, no hemos tenido grandes magistrados catalanes en España o en Francia, y menos militares, policías o políticos que hayan ejercido auténtico poder en la arisca metrópoli. Ser catalán es una tara que no tiene remedio. En contraste con esta subordinación, algunos ilustres catalanes son aplaudidos en el extranjero, por ejemplo los que participaron en las independencias americanas, como los mataronenses Domènec Matheu y Joan Larreu, patriotas de la independencia argentina. O como los conspiradores de Guaira y Venezuela, Manuel Gual, Josep Maria España y Joan Baptista Picornell, primeros independentistas de toda la América española. Sin olvidar al general Josep Sardà, lugarteniente del Libertador Simón Bolívar o el menorquín Jordi Ferragut, el oficial naval que salvó la vida, nada menos que a George Washington, el padre de la nación americana. Fuera de España hay mucho campo por recorrer en el territorio de la libertad.
El independentismo catalán moderno nace con la república catalana de Pau Claris, proclamada el 17 de enero de 1641, pero viene porque se siente legítima continuadora de la monarquía catalana medieval. De una época remota en la que los condes de Barcelona se habían emancipado por la vía de los hechos consumados de la monarquía carolingia, de Borrell II que ya actuaba como soberano en 988, haciendo valer los derechos dinásticos de Wifredo el Velloso. Efectivamente, la antigua historia de la patria es importante pero nunca es suficiente. El independentismo catalán contemporáneo no habría crecido tan rápidamente, después del desastre colonial de 1898 sin un sustrato político, y sobre todo sin que la identidad colectiva nacional de Catalunya fuera intensamente perseguida por el españolismo que pretendía detener la hemorragia colonial. Destacadas figuras del independentismo cubano y filipino mueren o sufren largas condenas en el castillo de Sant Ferran de Figueres y es natural que la disidencia política catalana, la partidaria de la separación, se identifique con ellos. José Martí, padre de la patria cubana y José Rizal, de la filipina, son vistos como héroes por los catalanes que se oponen a los magnates catalanes que viven tan bien de la economía colonial y con la marginación política de Cataluña.
En este contexto aparece la figura del coronel Francesc Macià, el militar español que se transforma en político separatista, cuando el Alzamiento de Pascua de 1916 en Irlanda le hace abrir los ojos. Pronto, en 1918, aparecerá la bandera independentista catalana, inspirada en la bandera de la República de Cuba pero que mantiene los cuatro palos de la oriflama tradicional del linaje condal y real de Barcelona. La bandera vasca, en cambio, tiene una historia muy distinta. Adopta desde 1916 la bicrucífera, lo que popularmente se conoce hoy como ikurriña, el emblema que los hermanos Sabino y Luis Arana habían imaginado sólo para Vizcaya y para el bizkaitarrismo en 1894. Un movimiento que, en sus inicios, defendía el privilegiado régimen fiscal navarro. La bandera llevaba una leyenda en euskera que proclamaba: Dios y fueros. Los vizcaínos saludan a los navarros. No hace falta ser muy sagaz, si pensamos en el año 1916, y si relacionamos el símbolo con la estructura de la Union Jack británica. O, al mismo tiempo, una discutida identificación con el señal real de los reyes de Navarra, el de las cadenas doradas en forma de doble cruz.
Efectivamente, el nacionalismo vasco y el independentismo catalán coinciden en el tiempo y en el espacio español. De este hecho nacerán no pocas influencias mútuas. Dinámicas de afinidad, solidaridad, rivalidad, de identificación y de amistad, pero también de discrepancia y polémica que llegan hasta la fecha. La mayor discrepancia es la que tiene que ver con la lucha armada o terrorismo. La segunda, probablemente, es la que diferencia y enfrenta al nacionalismo con el independentismo, el foralismo vasco con el republicanismo catalán, el procesismo vasco con la revolución catalana. Con el expolio económico como diferencia de fondo. El independentismo catalán actual ha abandonado la estrategia subversiva y sanguinaria de Terra Lliure y ha decidido, por la vía de los hechos, enmendar severamente al independentismo de ETA: es un independentismo pacifista y, por eso, abiertamente mayoritario dentro de la sociedad catalana. Moderno y premeditadamente dialogante. Para bien y para mal, ETA se establece hoy más que nunca, como un punto de referencia absoluto en la historia reciente del Estado Español. Porque, por un lado, alimenta y justifica a la ultraderecha española y su política represiva, hoy, a pocos días de conmemorar el cuarto aniversario de su disolución. Y, por otro, cuestiona los límites de la democracia y del diálogo sin el concurso activo del enfrentamiento armado. (Continuamos mañana)