La izquierda española, tan digna, tan mitológica y republicana, la tan revolucionaria izquierda española, confluencia de las afluencias influyentes y fluyentes en olas imparables, al final, nada de nada; a la hora de la verdad sólo han servido, mira tú, para ir alimentando aquel chorrito finito que va llenando la piscina de la torre de Galapagar de Pablo Iglesias y de su compañera Irene Montero. Al final, un pan como unas hostias, al final, tanto proyecto diverso y múltiple, tantas mareas, tantas corrientes, tanto activismo multisectorial, tanta articulación y coordinación del espacio anticapitalista, para acabar en lo que Ramón Espinar, antiguo secretario general de Podemos en la Comunidad Autónoma de Madrid, calificaba este pasado 12 de julio como un partido acabado por la “endogamia, incapacidad para llegar a acuerdos, sectarismo, agresividad indiscriminada con los medios, expulsión sistemática de la disidencia y el talento, burocratización que impide desarrollar iniciativas locales, autoritarismo…” El espacio electoral de Podemos y de las fuerzas afines, que hace bastante tiempo había podido parecer innovador y liberador, se ha autodestruido víctima de los peores vicios de la política de siempre. Pero especialmente por culpa de un personalismo asfixiante, por un culto acrítico al liderazgo y por una manifiesta incapacidad de resistirse a la fascinación perversa del poder. Llegar al poder, aunque sea, sin duda, a un poder limitado y discutible, tocar poder, disponer de los mecanismos económicos y intimidatorios del poder del Estado español, ha acabado produciendo una auténtica deflagración, un enorme cráter electoral, el de la destrucción pública de cualquier idealismo, de cualquier posibilismo reformadores de la sociedad española desde la perspectiva de la izquierda. Si con Felipe González —otro firme partidario del culto personalista— el PSOE pasó de ser marxista a sólo socialista, para acabar convirtiéndose, con el tiempo, en el partido de los bancos y de las grandes empresas, hoy el partido de Pablo Iglesias ha quedado reducido al partido de una persona que se considera a sí mismo “un patriota español”. Más allá de cuatro fórmulas retóricas izquierdista, Podemos también ha quedado inundado por el españolismo, por el régimen de 1978 que vuelve a controlar a todos los partidos políticos de ámbito estatal.
El independentismo, en cambio, no depende de ningún caudillo ni de ninguna inconfesable sed de poder. No sólo porque las recientes elecciones autonómicas en Galicia y en Euskadi han demostrado que el independentismo es la única alternativa mayoritaria al actual statu quo español. Sobre todo porque demuestra que tiene solidez en España. Porque demuestra a ERC y a la CUP que la única fortaleza electoral alternativa al régimen del 78, auténticamente sólida, es la que representan cada una de estas formaciones. No hay personalismo en la, a veces, apasionada reivindicación de figuras como Carles Puigdemont, Oriol Junqueras o Anna Gabriel. El independentismo catalán, al menos hoy, no depende de la biografía personal de nadie; y del mismo modo que se les vota con ganas, el electorado independentista podría votar a otros. El independentismo es más importante y sólido que este político de aquí o este otro de allí. Aquí lo que, en cambio, no tiene ninguna solidez, lo que no se aguanta ya, es la fantasmagoría electoral de Podemos y de los Comunes, todos estos delirios de grandeza de Pablo Iglesias y de Ada Colau. A la hora de la verdad sólo sirven o para apuntalar a PSOE o para dejarse apuntalar por la ultraderecha de Manuel Valls. La fraternidad de la izquierda independentista con los federalistas españoles no ha funcionado nunca. Entre otras cosas porque todavía nos tienen que demostrar que sean realmente de izquierda, más allá de las grandes proclamas. Y nos han de probar que, a la hora de la verdad, no nos querrán eliminar del mapa como los franquistas de toda la vida. Y no me hagáis citar a Manuel Azaña ahora, venga ya, que hace mucho calor.