No nos esperaban pero los independentistas invadimos la historia. A nosotros no nos esperaban, porque éramos unos desgraciados, solo náufragos del pasado. Desde las fortalezas del poder iban vigilando, por si acaso, como en El Desierto de los Tártaros, de Dino Buzzati; ellos iban montando guardia, como mucho esperaban una invasión de los bárbaros, pero nunca llegó, sobre todo después de la muerte de Bin Laden. Algunos explicaron que aún estábamos en el tiempo de los milagros, que lo que teníamos que esperar era la famosa revolución socialista, la vieja superstición que debía distribuir la riqueza y regenerarnos como sociedad y como individuos; una revolución que sería como un enorme Black Friday, como una fabulosa Navidad sin mañana. Pero no, tampoco. Cada día había menos comunistas y, en Francia, los pocos que quedaban se pusieron a votar a Le Pen. Al final los únicos que llenamos las calles masivamente, los únicos que hicimos historia y que llamamos a la revolución, a la ruptura de una puñetera vez, a la insurrección, los únicos que quisimos acabar con la corrupción y la injusticia, fuimos los independentistas. Enseguida, desde el poder, nos calificaron de nazis, precisamente ellos, pero ya se ha visto que el movimiento identitario catalán es como todos los demás movimientos que reivindican las identidades minoritarias. Que los independentistas somos identitarios como lo son los negros norteamericanos y los magrebíes de Francia, como los judíos de todas partes, como los indios Dakota, como los gays y las lesbianas, como las feministas y como el ecologismo, porque la gran revolución democrática pendiente es la que asegura la pervivencia de las identidades simples y también de las complejas. Que no es coherente, en una sociedad libre, que cualquier ciudadano pueda hacerse un cambio de identidad sexual pasando por el quirófano y no pueda mantener su identidad nacional o colectiva. La identidad no se toca.
Queremos volver a la confrontación con el poder y queremos derrotar al fascismo policial, los auténticos nazis en este conflicto, los que lucen los emblemas del haz de lictor
Los independentistas queremos volver, otra vez, en las calles que serán siempre nuestras, a las multitudinarias mareas humanas que llenaban las grandes ciudades, en las banderas al viento proclamando una catalanidad libre y fuera del armario español, fuera de cualquier tipo de prejuicio mental. Tenemos muchas ganas, muchas más ganas que antes del Primero de octubre. Somos catalanes y tenemos derecho a ser solo catalanes. Queremos volver a la confrontación con el poder y queremos derrotar al fascismo policial, los auténticos nazis en este conflicto, los que lucen los emblemas del haz de lictor. A los independentistas nos dijeron de todo, nos acusaron de chabacanos, y de vulgares, y que nos apestaba la axila en aquellas manifestaciones multitudinarias, al igual que el día del Orgullo Gay no es precisamente un concurso de elegancia tal y como la entendía la hierática corte imperial austrohúngara. Las próximas elecciones al Parlamento de Catalunya nos interesan, quizá sí. Pero no nos interesan tanto como la quema de contenedores y las movilizaciones populares, porque ganar las elecciones otra vez, y otra, y otra, tal como está organizada esta democracia española tan poco democrática, no parece que sirva de nada. Y es que Jorge Fernández Díaz continúa, a día de hoy, encontrando aparcamiento en el centro de Barcelona.
Los partidos políticos independentistas, todos, continúan reteniendo, conteniendo, una sólida mayoría popular partidaria de la revolución, de la revuelta, como ustedes lo quieran denominar. Pero el bloqueo no se mantendrá de manera indefinida porque este Estado español es irreformable y la ruptura parece la única manera cuerda de lograr la profundización democrática. De aquí nace, precisamente, la utopía del nuevo movimiento del presidente Puigdemont, una fuerza integrada por todos los colores políticos, pero sin partidos, una candidatura que integre todos los votantes independentistas hasta la independencia efectiva. Ya que los partidos ya no nos representan, ya que la clase política independentista, en su conjunto, no quiere hacer su trabajo, tal vez que intentemos ir más allá de los intereses partidarios, quizás que les demostremos que podemos no votarlos. Que les recordamos que la soberanía reside en el pueblo. La idea es tan atractiva como arriesgada. ¿Votarán los electores de la CUP a Carles Puigdemont? ¿Votarán los electores de ERC a Carles Puigdemont? ¿Votarán los electores de Podemos que están por la revuelta, ahora y aquí, a Carles Puigdemont? Me parece bastante improbable. Pero cuando veo el nerviosismo, el pánico, de determinados dirigentes políticos, solo porque, tal vez, este año no se podrán cambiar del coche, me sale enseguida una sonrisa malvada. ¿Se les puede acabar el momio? ¿Hay alguna posibilidad de revertir la situación? No, ¿verdad que no?