Las noticias del mundo no sólo las fabrican en Estados Unidos o en las guerras locales que estallan y se apagan por el mapa como volcanes que despiertan, bostezan y vuelven a dormirse. También tenemos periódicamente las interesantísimas novedades de la madre patria de algunas de nuestras cosas, la madre inglesa de los americanos y que también es madre del medio mundo que habla el inglés que deberíamos saber, del medio mundo que se interesa por la madre de la política parlamentaria, del medio mundo que reúne a las nuevas florestas de canciones del pop rock, o por las últimas creaciones para el televisor o, incluso, por el espectáculo de una monarquía que todavía se mueve, brilla y hace desfilar a unos soldaditos de plomo que tienen guardados en una caja de zapatos. Shakespeare murió el día de San Jorge de 1616, pero este hecho sólo se consigna para que Miguel de Cervantes se le pudiera avanzar y morir con 68 años en su cama, él primero, y después de haber hecho testamento, el 22 de abril, en la casa que tenía en Madrid, la última de la calle del León esquina con Francos. En realidad el 23 de abril del fallecimiento del escritor inglés es un modo de hacer mal la cuenta, porque en aquellos tiempos lejanos la tradicionalista Inglaterra aún funcionaba con el calendario antiguo, el que no ha quedado y que correspondería ahora con el 3 de mayo, lunes que viene no, el otro. El 23 de abril, en realidad murieron William Wordsworth y el Inca Garcilaso, lo que ya no es el mismo, ya es perder mucho. Ah, y Josep Pla, que en el extraradio de Palafrugell no es tan importante. Lo que hay que recordar de la fiesta del libro de Sant Jordi es que fue una operación comercial catalana como tantas otras, para vender se han llegado a hacer muchas cosas. Con Shakespeare el nostálgico, en cambio, lo que hay que destacar es que murió definitivamente la Inglaterra tradicional que representa el caballero san Jorge, bajo cuya protección Ricardo Corazón de León puso a la nación en un desierto de Palestina.
Fue la Inglaterra de Shakespeare la que, antes de desaparecer, se enfrentó a la invasión española de la Armada Invencible. La de los compañeros de armas de Cervantes que, apenas sabían leer ni escribir, pero que representaban el imperio insuperable, invulnerable, el ejército católico o cólera de Dios que tenía que derribar, por ilegítima, a la reina Isabel, primera de este nombre. Eran una nación pequeña y agotada por las guerras civiles y de religión que había comenzado su padre, Enrique el Gordo, Enrique VIII el Barbazul. Eran entonces los ingleses una nación marginal que quería continuar ella misma por sus propios caminos, tal vez más extraña y particular de lo que es ahora. No sé si en la Mancha los cuatro pequeños buques de guerra navegaban por la izquierda, pero lo cierto es que la Estrella de la Muerte, el Imperio Invencible español, se disponía a desatar toda su fuerza de guerra, toda su capacidad de destrucción sobre las playas inglesas, como también lo haría la Luftwaffe sobre aquellas mismas playas inglesas. Y como entonces, como desde siempre, en el último momento, se produjo el gran milagro. Hace un momento estaba y ahora ya no estaba, la gran flota, de repente, desapareció bajo las aguaa o esparcida por los vientoa de la tormenta. Se produjo un silencio extraño, abrupto, y desde entonces Inglaterra ha seguido siendo ese formidable prodigio porque no ha dejado, ni un minuto, ni un segundo, de narrar, de narrarse, de explicar, de escribirse a ella misma. Sólo hay que dar un vistazo a los libros y películas inglesas para ver cómo, desde Shakespeare, revisitan la propia historia, la propia literatura, por lo que hacemos anglicismos, y nos ofrecen un relato tan falso como cualquier otro, de acuerdo, en eso estoy de acuerdo. Pero tan edificante como el relato de los héroes atrevidos, es el relato de la nación que ganó, gana y continuará ganando porque nunca ha dejado de creer en sí misma. La independencia de una nación se basa en la capacidad de insistencia.
Comparar a Shakespeare con Cervantes es imposible, idiota e injusto porque es como comparar a dos maravillas, dos prodigios, dos enigmas, dos amaneceres que acaban la noche. En cambio, lo que sí podemos decir es que si la Armada de Felipe II hubiera ganado la guerra Inglaterra nunca podría haber rescatado del olvido El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha que los españoles habían despreciado y dejado de lado como una gilipollez, un libraco de humor sin más. Que si el Imperio español hubiera ganado la guerra contra el anglicanismo el mundo sería hoy mucho más integrista, más intolerante, menos leído, más inquisitorial, menos escéptico. Menos inglés. Cuando era niño, Jorge Luis Borges leyó el famoso libro de Cervantes en la biblioteca de su padre en la lengua de su abuela inglesa. Muchos años más tarde leyó el libro original y encontró la narración tan buena como la recordaba, pero el estilo de Cervantes le decepcionó. Pensó que el libro parecía una mala traducción castellana de una formidable novela inglesa de aventuras del siglo XVIII.