Los quince peldaños solemnes y semicirculares que permiten acceder al Palacio Real Mayor, al palacio de nuestros reyes, fueron durante siglos el emblema del poder en Catalunya. En la Catalunya que empezó como la tozudez de no querer ser ni francés ni castellano y que acabó siendo un imperio mediterráneo. En estas escaleras, y en las solemnes entradas reales a Barcelona, nuestra monarquía se exhibía preferiblemente ante el pueblo, con la corona y demás atributos propios de su condición preeminente. Al pie de estas escaleras el buen pueblo de la ciudad de Barcelona se congrega para celebrar el día de Ninou, que es como se llamaba entonces al Fin de Año. En la Edad Media el calendario hacía coincidir el último día del año con el día de Navidad; y aquí era el lugar donde se reunía la multitud cuando debía ser enterada de una decisión o cuando esperaba que se impartiera justicia.
Aquí es donde intentaron asesinar al catalanísimo Fernando el Católico, al que los castellanos no podían ver ni pintado al óleo. Se abalanzó sobre él un campesino de remensa llamado Joan de Canyamars. El 7 de diciembre de 1492, a mediodía, héte aquí el rey que sale del palacio donde ha estado administrando justicia durante varias horas. Se le ve algo cansado y baja las escaleras poco a poco para que le acerquen el caballo que le llevará a su residencia fuera de las murallas. Está en Barcelona desde el día 18 de octubre, en compañía de la reina Isabel de Castilla y de los infantes, para negociar con los embajadores de Carlos VIII de Francia la devolución del Rosellón y la Cerdaña, segados del Principado en 1462, durante la guerra civil. Fernando el Católico estaba obsesionado por reintegrar Perpiñán y toda la Cataluña Norte al Principado. Mientras el rey se descuida, distraído en sus pensamientos, el campesino, de unos sesenta años, se le acerca rápidamente por detrás y levanta una espada de tres palmos.
Fernando aún no sabe nada de América. Ni él ni nadie. Ni sabe que esta palabra, América, significará que Castilla será el primer imperio del mundo. No se lo puede imaginar. Por eso está decidido a realizar una unión dinástica con los castellanos a través de su hijo Juan. Así Catalunya asegurará sus intereses en el Mediterráneo. Ha realizado una buena boda con la que convertirá a Castilla en un satélite de Catalunya. Es su plan. Sigue el camino que le ha marcado su consejero, el cardenal Margarit. Hace lo mismo que Ramón Berenguer IV, quien, casándose con Petronila, se adjudicó el reino de Aragón. O como Pedro el Grande que se adjudica el reino de Sicilia a través de Constanza. O como Alfonso el Magnánimo que consigue Nápoles a través de Juana de Nápoles. El rey no ve que están a punto de matarle y que nadie tiene tiempo de protegerle. Como conde que es de Barcelona, sopesa las posibilidades reales de convertirse en el monarca universal que proclaman las misteriosas profecías milenaristas. Le dicen que será él, él. No son marginales los que hablan, no, no. En 1475 los consejeros de la ciudad relacionaron a Fernando con “el advenimiento del Hijo de Dios” y, ya tres años antes, en 1472, el cronista Alfonso de Jaén se le había dirigido diciéndole que “vos soys l’excelso vespertilión / qu’están esperando los reynos d’Espanya”. El vespertilión.
El vespertilión es el murciélago, el animal que representa al conde-rey, medio murciélago medio dragón fabuloso, tal y como se le puede ver desde el año 1400 en la fachada de la casa de la Ciudad, en la imponente representación que corona las armas reales del rey Pedro el Ceremonioso hecha por Jordi de Déu. La palabra vespertilión viene de vesper, la estrella de Occidente, ya que, tal y como había asegurado el sabio Arnau de Vilanova, en el futuro surgirá un monarca universal que gobernará el mundo y que, a la fuerza, debía proceder de la casa real de Catalunya y Aragón. De hecho, su hermanastro, Carlos de Viana había muerto como un santo, venerado por los catalanes. Jugando con la profecía, los consejeros de Barcelona le habían escrito, en 1479, a la muerte de su padre para saludarle como nuevo rey, afirmando que le esperaban “com fehen los Sancts Pares lo Messies”.
Éstos eran los pensamientos del rey aquellos días cuando Joan de Canyamars salió de su escondite en la capilla de Santa Ágata que comparte la escalera con el palacio real. Hacía frío. El día era claro. El campesino le clavó un corte entre el cuello y el hombro con un cuchillo que le rompió la clavícula. La herida mide un forc de largo y cuatro dedos de profundidad, de la cual mana abundantemente la sangre. Existe un excelente retrato del rey pintado por el flamenco Michel Sittow que muestra con claridad la cicatriz del atentado. El rey cayó sobre las escaleras, como un plomo. Escapar de la muerte le fue de bien poco, “d’un fil d’aranya” según se dijo en la época. El escritor Pere Miquel Carbonell, colaborador del rey, reporta que “quant lo rey hagué devallat lo segon grau, ell, com a traïdor venint-li detràs, tragué la espasa nua que tenia dejús la capa, e donà ab aquella un colp entre el cap e coll al rey”. Afortunadamente, según el escritor, el rey había hecho ayuno como cada viernes y, por eso, la Virgen María obró el milagro de salvarle la vida.
“Lo rei és mort” decían y repetían muchas voces asustadas. En las escaleras del palacio se produjo confusión y todo tipo de correderas, se hirió y redujo al agresor, la milicia armada ocupó las calles en previsión de una revuelta y la guardia selló con un dogal de hierro el acceso a la familia real. Isabel, alarmada por el atentado y temiendo una conjura, quiso abandonar inmediatamente Barcelona y llamó a las galeras castellanas para evacuar lo antes posible al heredero y a los niños. No fue necesario. Pronto se supo que Joan de Canyamars había actuado en solitario y, según todos los testigos, movido por un ataque de locura. Primero le curaron las heridas y después fue torturado con calma. El campesino aseguró primero que “lo había hecho por lo bien común” ⸺declaración que ha hecho suponer una intencionalidad política a algunos historiadores⸺ y después que había sido inspirado por el Espíritu Santo, quien, veinte años atrás le había revelado que el auténtico rey era él y que, matándole, podría ocupar su lugar. La persuasión de la tortura le hizo corregir todavía su declaración en un detalle, y afirmó por último que el verdadero inspirador había sido el demonio. La tortura hace decir muchas cosas. Con una crueldad extraordinaria, pese a un tímido perdón del rey, el Consejo de Estado, con servilismo cortesano, aplicó a Canyamars los más dolorosos castigos en un suplicio interminable, descuartizándolo, atenazándolo, apedreándolo para, más tarde, quemar su cuerpo ante una enfervorizada masa de barceloneses. El calvario del infortunado siguió un recorrido que se inició a los pies de la escalera del atentado y finalizó en el Portal Nou.