Más que de una mascletà, ha sido como un escopetazo. Es como si hubieran vuelto a explotar las dos bombas en casa de Joan Fuster, al que querían matar por catalanista y, de paso, para acojonar al personal. Eso sí que es hablar claro. El Ayuntamiento de Muchamiel ahora no quiere que una de las nuevas calles de la población se llame Enric Valor, sino Avenida de España, que saca más ruido, que da una nota claramente provinciana y sumisa, que se corresponde con esta mayoría municipal de siete concejales del PP, tres de Ciudadanos y uno de Vox, un entrañable guardia civil retirado al que, desde aquí, envío una hemorragia de sentimientos. La persecución étnica contra Catalunya continúa irreparable, mientras nuestros políticos independentistas se dedican a cosas más importantes, por ejemplo, a escribir novelas como Roger Torrent, o a hacer citas literarias por Twitter como Laura Borràs. Hace unos días el Ayuntamiento de Perpinyà, en manos de la ultraderecha francesa, cambiaba el apelativo de La Catalane por La Rayonnante, que es una manera alambicada de decir que le da más el sol que en París, lo cual es verdad, como si en la República no diera más solazo en Moruroa, mon amour. Esta es una guerra incruenta, pero por supuesto que es una guerra, y es una guerra étnica, sobre todo étnica, porque aquí lo que molesta es el hecho vivo de Catalunya, aquí lo que pasa es que estamos en una sociedad en la que puedes cambiarte de casa, de nombre, de sexo si quieres, si te atreves, pero lo que nunca jamás no podrás hacer es ser catalán. Aquí lo que está criminalizado es ser catalán. Si no molestáramos tanto, no veríamos, en los Países Catalanes, a todos esos políticos locales como hacen lo imposible por llenar sus expedientes de episodios de gran coraje bélico. Mire vostè, jo, modestament, vaig furtar-li el nom d’un carrer a Enric Valor, pa que tothom vegera que eixos catalans no podran amb mosatros. No senyor, no mos furtaran l’Albufera!

La voz cantante la llevan la ultraderecha francoespañola y francesa más encendidas, pero en esto de perseguir a la valencianía o a la catalanía, el PSOE es tan responsable o más, o por decirlo claro, más culpable, porque lo hace con más sutileza y falsedad. El president de la Generalitat meridional, Ximo Puig, acaba de publicar un mensaje en el que se puede leer que renunciar a Enric Valor es “como renunciar a Miguel Hernández, Azorín o Paca Aguirre: incultura”. Cuando todo el mundo, incluso el guardia civil retirado de Vox, se da cuenta de que eso no es verdad, de ninguna de las maneras, que Valor no vale igual que cualquier otro escritor valenciano en lengua española, que Valor vale lo que vale, como trofeo político, precisamente, exactamente, porque fue un escritor valenciano y catalanista, un gran trabajador, un gran conservador de nuestra ecología humana, que hizo aflorar la identidad reprimida de los valencianos, desde Germana de Foix, desde la batalla de Almansa. No son lo mismo los referentes catalanes que los españoles en Valencia, porque el español no tiene ningún problema de subsistencia, porque el español no es la lengua propia de los Países Valencianos. Ni cuando le quitan el nombre a Enric Valor podemos hablar de Enric Valor y de la cultura valenciana, de la literatura catalana. Tenemos que hablar de Miguel Hernández, de Azorín y de Paca Aguirre, valencianos residentes mentalmente en Madrid. Y de Ximo Puig, también quieren que hablemos del buen policía.

Estos días se recordará un poco, pero sin exagerar, porque nosotros nunca exageramos, a aquel extraordinario tímido que fue Enric Valor, quizá el escritor más discreto de nuestras letras contemporáneas. Después, la gran mayoría se volverá a olvidar de él, que otro trabajo tienen, porque después de todo, el señor Valor tampoco escribió Guerra y paz, ni siquiera uno de los ensayos menores de Joan Fuster. Esto es un error de perspectiva. Hay escritores más o menos famosos, autores que han conseguido una determinada cantidad de éxitos, de escándalos, que pasan o quieren pasar por interesantes y entretenidos, por protagonistas. Otros se ponen al servicio del común de manera invisible, reescribiendo el pasado con sabiduría, reviviendo, para algunas generaciones más, la lengua de sus padres, recuperando la dignidad y categoría de la expresión, excelente, de la expresión catalana. Enric Valor no hace como el agricultor ignorante que tira la mesa de roble para sustituirla por otra de fórmica que esté de moda. Valor devuelve a los sólidos muebles antiguos el barniz de lo venerable, el brillo escondido, recupera la formidable herencia guardada en un rincón. Sólo así se explica que venda más de medio millón de ejemplares de las Rondalles valencianes, una formidable colección del imaginario tradicional del sur, no a la manera de Joan Amades, sino de la más determinante, la de La Fontaine o los hermanos Grimm, la de la literatura. O a través de una poderosa elegía en busca de la infancia perdida, en las novelas del ciclo de Cassana, Sense la terra promesa, o con la rotunda aproximación respecto a Madame Bovary en L’ambició d’Aleix. Y es que la novela de Flaubert la lee a los diez años estimulado por sus padres. Es cuando estoy terminando este artículo que me llama Enric Casasses y añade más leña al fuego: “Dicen que no tengo formación, pero yo aprendí mucha lengua, primero con la gramática de Enric Valor. Y con sus novelas después. Verás...”.