No digáis más mentiras, que no, no nos gustaba Diego Armando Maradona. Lo que de verdad nos gustaba era verlo e, instantáneamente, empezar a vernos a nosotros en su lugar, bajo los focos, brillante en todas las televisiones. Era verle a él e identificarnos con él inmediatamente, pegarnos a él como a una tabla de salvación en el mar proceloso. Él, como persona, no nos interesaba nada de nada. Babeábamos al vernos a nosotros junto a él, estábamos encantados con Maradona porque podíamos hacerlo nuestro, que sí, admitámoslo, nos gustábamos mucho a nosotros mismos a través del excepcional futbolista, junto al genio de la esférica, vinculados de alguna manera con él, aunque fuera remota. Cualquier motivo era bueno para hablar de nosotros mientras hacíamos ver que hablábamos de él. Si, por ejemplo, éramos del Barça nos hacía sentir excepcionales, maravillosos, redimidos, porque a los del Barça y a los catalanes en general nos gusta mucho redimirnos, eso sí que lo tenemos, debemos demostrar siempre que somos gente de bien, local pero a la vez universal, pequeños pero simultáneamente colosales. Josep Lluís Núñez, por ejemplo, a veces confundido con Jordi Pujol. Si éramos del Sevilla, ya le veíamos ese color especial e incluso un aire flamenco. Si, por ejemplo, éramos argentinos, Maradona también nos redimía, nos defendía con rotundidad, nos recordaba que la buena materia de los australes no se había interrumpido con Carlos Gardel, con Jorge Luis Borges. Si éramos napolitanos, italianos, entonces nos licuaba la sangre ennegrecida, nos devolvía la vida a puntapiés. Si éramos españoles o latinoamericanos, el orgullo no era menor, porque su ejemplo nos inspiraba a través del fútbol, contentaba a la comunidad de los trescientos millones de jugadores del balón, o los cuatrocientos millones, toda la castellanada que hace latir al universo en el terreno deportivo. Si éramos morenos y pequeños, Maradona también nos salvaba, si procedíamos de familia pobre, miserable, si veníamos como él del barro y de la necesidad más urgente, el deportista nos reivindicaba metiendo los goles de los pobres en la portería de los ricos, incluso humillando a los hijos de la pérfida Albión sobre el verde césped de la cancha, vengando a los muertos de las Malvinas, tatuándose la santa faz del Che en el brazo de la vacuna, abrazándose con el comandante Fidel Castro, con el teniente coronel Hugo Chávez, con todos los comunistas que encontraba. Maradona encabezaba todas las listas de personalidades del planeta, simplemente, porque metía goles con la escandalosa facilidad con la que el manzano da manzanas.
Todavía le llaman Dios porque es un modo de divinizarnos a nosotros mismos
No era Dios, no era Dios, solo fue un jugador de fútbol y esta observación es suya, y él sí que se conocía, y sabía hasta donde podía llegar. Dalí sí se sentía Dios, o Calígula, por citar solo dos personajes conocidos. A nosotros nos daba exactamente igual lo que dijera o pudiera decir Diego Armando Maradona y continuábamos llamándole Dios porque lo que queríamos era utilizarlo, desgañitarnos en el campo, exagerar, pasarnos de rosca, desbarrar y participar de ese estado de cretinismo colectivo que es la alegría húmeda que proporciona el fútbol. Le llamábamos Dios y hoy todavía le llaman Dios porque es un modo de divinizarnos a nosotros mismos, porque es una manera de no querer ver que los humanos somos así de limitados, un grupo de necesitados, de inacabados, de acomplejados que necesitamos creer en seres superiores. Florentino Pérez a banda, debemos decir que esos seres no existen. Lo único quizás divino era, sin duda, la felicidad que Maradona era capaz de transmitir con este rudimentario juego de pelota con reglamento británico. Su historia se acabó ayer, fue muy triste, y no nos deja demasiado bien, ni a él ni a nosotros; fue como un matador de toros de los de antes, una víctima de la fama que se le volvió en contra. Un personaje tan glorioso como representante de una sociedad miserable en la que sólo nos interesan las rarezas, las acrobacias, la mentira de la perfección humana. Aunque leeremos estos días muchos comentaristas que dirán que Maradona se equivocó, que tenía muchos defectos, que no le perdonan que no fuera tan admirable ni tan ideal como a nuestra sociedad le habría convenido. Que fue un mal ejemplo para la juventud. Que drogarse es muy malo y que fue también un maltratador. Es decir, aún encontraremos a personas a quienes no les bastará el Maradona auténtico. Personas que opinan que, además de ser uno de los grandes jugadores de la historia, están muy ofendidos porque no era perfecto. Seguro que son ese tipo de personas que cuando se miran en el espejo se ven a sí mismos como definitivos, inmejorables.