Resulta hiriente que hoy ninguno de los presos políticos independentistas quiera seguir en política. Deja a nuestra clase política en muy mala situación. Los carceleros españoles les aseguraron que se les había “acabado el cuento” y el cuento efectivamente se les ha acabado del todo, bien porque se han desdicho de palabra o bien porque, de palabra, no se han desdicho para nada, pero los hechos son los de un político derrotado que se retira. ¿Alguien puede imaginar que después del severo correctivo en el trullo de Martin Luther King, una vez liberado, dijera a sus seguidores que, cuidado, atención, acabar con la discriminación racial es una iniciativa política muy difícil y que, en todo caso, él se retiraba de la lucha, que ya no podía más? ¿Alguien imagina que el tupamaro José Mujica, después de 15 años dentro de la jaula, se dedicara solo a recibir homenajes y a protagonizar coloquios públicos solo para los ya convencidos, pero sin otro protagonismo en la vida política de la nación de Uruguay? ¿Alguien imagina que Lech Walesa, tras la cárcel, se llenara la boca de proclamas en favor de la libertad pero, de hecho, fuera un político sin influencia vigente, sin capacidad de persuasión ni de movilización cívica, sin ganas de combate? Los líderes independentistas encarcelados son nueve políticos y el resultado han sido nueve renuncias. Un cien por cien de eficacia carcelaria, señor ministro. Del exilio hablaremos después. Probablemente estamos donde estamos porque eran y son personas que no se sentían preparadas humana ni intelectualmente para tener que hacer frente al castigo del secuestro legalizado. Ya sabemos que todo el mundo no es igual, que hay gente para todo y que existen diversas formas de inteligencia y distintos mecanismos para la supervivencia. Un silvestre como Coto Matamoros, famoso televisivo en otra época, confesaba públicamente hace poco que se lo había pasado “de puta madre” en prisión y también muchos internos se sorprendieron de la facilidad de adaptación en la jaula de Luis Bárcenas. Un hombre tan poco sutil como Arnaldo Otegi aprovechó el tiempo en la sombra para estudiar derecho, confesando que en prisión él “no se lo había pasado tan mal”, y un niño de papá como Antonio Escohotado, hijo de falangista, dedicó el tiempo de reclusión en el penal de Cuenca, donde cumplía condena por posesión de cocaína, para terminar su famosísima Historia general de las drogas. Cito estos ejemplos de memoria como podría citar otros.
Dicho todo esto, no puede olvidarse la formidable resistencia y dignidad con la que la mayoría de judíos y disidentes políticos soportaron los campos de concentración, los gulags y otras terribles formas de castigo entre barrotes. No resisten, ni por equivocación, ni la menor posibilidad de comparación con nuestros presos políticos independentistas, que hoy se contentan con el discreto protagonismo de una atracción de feria. A nuestros presos políticos los podemos entender, compadecer, amar, podemos simpatizar humanamente con ellos, porque han sido de los pocos políticos que han abandonado la zona de confort y se han atrevido a penetrar en territorios desconocidos. Pero políticamente no han sido eficaces ni han ayudado demasiado a la causa de la libertad de Catalunya. La política necesita algo más que buena voluntad y mejores intenciones. Nuestros presos aceptaron la renuncia a la lengua catalana durante el juicio en el Tribunal Supremo, encargaron la defensa a los abogados más serviles e ideológicamente simpáticos con el españolismo. Se humillaron y no les sirvió absolutamente de nada. Realizaron un ejercicio público de sumisión que habría sido legítimo si sólo se hubiesen representado a sí mismos. Pero eran de los más importantes dirigentes independentistas porque nos representaban a todos. Habían actuado en nuestro nombre. Porque en ese juicio España se proponía escarmentar a los independentistas y, de paso, juzgar a Catalunya entera porque se había atrevido a votar sin el permiso del amo español. Un juicio del que los presos políticos excluyeron, premeditadamente y quirúrgicamente, a Gonzalo Boye Tuset, el abogado del presidente Puigdemont, el representante de la estrategia política del exilio. (Continuará)