Me refrescaba, como muchas noches, en el Legends Sports Bar, un lugar excelente, lleno de santos y de capillitas dedicadas a los mitos del deporte, una auténtica delicia con aire refrigerado y, lo más importante, por supuesto, un suministrador eficaz de lubricantes para el alma. Entre la cerveza octogésimo octava y la octogésimo novena, de las que paladeé ayer, fue evidente que poco faltaba para que bajaran la gran persiana, sólo quedaban algunos clientes dispersos, discretos, las grandes pantallas que retransmitían una vez y otra las imágenes del día del Tour de Francia se habían apagado y la música se había reducido a un agradable murmullo que no se sabía de dónde procedía. A mi lado un viejo conocido, una de esas personas que te vas encontrando por el barrio, uno de estos cordiales, amables, charlatanes, que has visto muchas veces y de quien no sabes nada positivo ni falta que te hace. De repente dejé de escuchar lo que me decía y alargué el cuello. En la barra misma, en la otra punta, dos chicas, jóvenes y guapas, resplandecientes, tuvieron lo que se llama un ardor, un arrebato, y de pie allí mismo, comenzaron a besarse apasionadamente como hacía tiempo y tiempo que no había visto a nadie besarse. No emitían ruido alguno. Era para morirse de amor, de ternura, al verlas, tan heridas la una de la otra, tan determinadas en su vivir, en su derecho, en su vertical abrazo. Una era morena y la otra rubia, la noche acababa sin piedad y, quien ha podido, ha hecho siempre esto mismo, estirar como fuese el tiempo de los mimos, de las caricias, las horas tiernas de la comprensión.
—No lo había visto nunca yo esto, me suelta.
—Pues porque no habrás visto mucho mundo, le devuelvo.
—Eh, chicas, perdonad, chicas, ei, vosotras, yo nunca había visto a dos chicas así.
Mientras me miraba científicamente la botella e intentaba recordar, lentamente, cuantas cervezas tenía que pagar antes de irme, oigo que mi vecino de barra ha ido a confraternizar con las enamoradas. Nunca debía haberlo hecho. No podía haber sido peor, les dice no sé qué y habla y habla lo que no debe decir. No estoy muy atento porque yo ya hace rato que hago ejercicios íntimos de aritmética, poseído por la escasa responsabilidad que aún no me he bebido. A mis espaldas oigo que se están peleando, que él les dice “desaprovechadas”, y ellas replican, secas, y defienden su estado, su vivir, la frescura del musgo para que no lo mustie el sol. Pago mi deuda ciclópea y antes de irse me miro con las chicas, que me sonríen, traviesas. Levanto el dedo pulgar y giño un ojo, perdóname padre Freud, por lo del pulgar, no lo haré más, y una de ellas también me levanta el suyo como despedida. Ya estoy en la calle y tomo el camino hacia casa.
Y fui pensando mientras caminaba. En el zumbado. En todas esas personas imprudentes, por no decirlo más grueso, que le dicen los demás lo que deben ser, lo que tienen que hacer, en los que no saben hacerse la cama pero están dispuestos a llevar la economía de un país. Naturalmente pienso en lo que también pienso cada día. En los catalanes y en la obsesión de algunos para que no sean así como son y, a partir de ahora, sean asá. En las ganas de mandar de algunos y en las ganas de los otros de hacer lo que quieren. Vivo en una sociedad muy curiosa. Si quisiera podría cambiarme de sexo pero no puedo cambiarme de pasaporte.