Efectivamente, yo también tenía una excelente relación personal con Rosa Maria Piñol, la simpática periodista que acaba de morir. Sí, conmigo también intercambiaba chistes, algunos cotilleos del mundo literario y, sí, también pienso que fue una persona de buen trato y que es una lástima que haya muerto, porque la gente no debería morirse nunca, especialmente todas estas personas agradables y pacíficas. Ya me excluyo yo mismo de ese grupo. Y también coincido, con la mayoría, que en invierno puede que pasemos un frío molesto y que, en el verano, probablemente, tengamos demasiada sequía. Pero hasta aquí, no me atrevería a ir más allá. Porque Rosa Maria Piñol ha conseguido durante estas últimas horas una unanimidad tan innecesaria como impertinente, moralmente sospechosa, civilmente improbable, propia más bien de sociedades como la soviética, donde la masa aplasta a los individuos, donde las verdades son totales e incuestionables. Es molesto, al menos para los partidarios de las sociedades libres, el espectáculo que hemos organizado. Un espectáculo que se pone interesante cuando un periodista —que ahora trabaja en los medios cercanos a Vox— coincide en los mismos elogios con el ministro Iceta, del PSC, y que son calcados de los que utiliza un exdirector de El Mundo en Catalunya. Y que son instantáneamente reciclados por todos los demás comentaristas, articulistas, de todo pelaje y plumaje que en verano tienen que escribir las mismas banalidades, los mismos lugares comunes, las idénticas hipocresías, con ocasión de la muerte de la Piñol o de quien sea. Tomen, por ejemplo, el obituario perezoso que acaba de publicar Llàtzer Moix en La Vanguardia, donde coincidimos laboralmente algunas de estas personas que digo. Verán en qué consiste la magnitud de la tragedia, el drama de la prensa catalana de hoy, intoxicada, saturada, falseada por una repetitiva colección de mentiras, de medias verdades, de grandes mediocridades, de absolutas y indudables sumisiones. Verán por qué no sólo está podrida buena parte de nuestra clase política sino también buena parte de un periodismo incestuoso que no tiene nada que ver con lo que hacen las grandes cabeceras del mundo libre. En Catalunya se practica, en general, un periodismo de quinta mano y de ínfima categoría, me refiero a la categoría moral y cultural. Subvencionado, pervertido por todo tipo de intereses, especialmente en el ámbito de la cultura, primeramente porque la cultura es algo que nadie sabe muy bien lo que es, y luego, porque tampoco importa mucho; porque no tiene defensores independientes ni debates interesantes. Si acaso quisiéramos dar por buena la definición de William Randolph Hearst, del famoso ciudadano Kane, y pensáramos que las noticias son lo que alguien no quiere que publiques ya que, de lo contrario, serían relaciones públicas, no nos salen las cuentas. Si nos gusta esta definición, entonces debemos saber que Rosa Maria Piñol hacía relaciones públicas.
Insisto en que tuve una excelente relación con la finada señora. Al menos hasta la última vez que la vi, cuando me metió un sermón socialista-barcelonista típico de La Vanguardia para exorcizar mi compromiso político con la independencia. Ahora que lo pienso, la Piñol no escribió ningún artículo que haya podido recordar después, aunque hoy se la considere un referente fundamental y no sé cuántas cosas más. Ella decía que hacía información, no valoración de la literatura catalana, por lo que convertía en noticia la aparición de un libro o de algún evento relacionado con nuestras letras. Escribía de manera clara, profesional y de acuerdo con la perspectiva tradicional de La Vanguardia, que considera la cultura catalana una curiosidad indígena subordinada a la auténtica vida, que sólo es la que habla en español. Desde la perspectiva de Rosa Maria Piñol los autores importantes merecían más espacio que los menos importantes. Había un panorama que estaba jerárquicamente organizado y se debía perpetuar. Y los editores, qué grandes personas, siempre vendían mercancía buena, bonita y barata, y nunca se debía cuestionar ni examinar. En todo caso se debía promocionar a toda costa, porque el patriotismo catalanista era eso, hablar solo bien de los escritores catalanes de acuerdo con una jerarquía española y unos poderes establecidos que tenían la bondad y generosidad de tolerarlos.
El periodismo que representa Rosa Maria Piñol es, por supuesto, el que nunca nos ha explicado cómo es que estos editores tan buenos, la mayoría procedentes del mundo cultural y político de la Transición, hayan fracasado estrepitosamente. Comenzando con Edicions 62 y terminando con Quaderns Crema, hoy no queda nada de aquel mundo que Piñol supo retratar con tanto acierto. Se acabaron los grandes grupos editoriales en catalán, también los sellos de gran prestigio, los editores que competían directamente con los libros en español. Se acabaron los grandes escritores en catalán. Hoy en nuestra lengua sólo hay microeditoriales sin continuidad garantizada. Si al comienzo de la transición de 1978 se publicaban en Catalunya, aproximadamente, un 80% de libros castellanos contra un 20% de catalanes, hoy apenas la literatura catalana es un 7 u 8%. Y hoy los del mundo del libro, el periodismo y la política, hablan de la muerte de la bien intencionada Rosa Maria Piñol porque no quieren hablar de la otra muerte, bastante más incómoda, ¿no les parece?