Aunque Vicent Partal diga que sí y que lo proponga en su editorial de hace poco, marcharse de Madrid no es nada fácil. Para nada. O, si lo prefieren, es tan fácil que resulta imposible. O, dicho de otro modo, a ver si hoy no nos entenderemos. Irse de las Cortes de Madrid, del poder legislativo, que es un poder auténtico de un Estado—a pesar del imperialismo de los jueces—, pedir a un colectivo humano, el que más os guste, compuesto exclusivamente de políticos, que renuncie unilateralmente a una entidad fuerte y, sobre todo, con poder, como el Congreso de Diputados, es como pedir a Adam ya Eva que renuncien a comer de la fruta prohibida del paraíso, de hoy para mañana, eso no es saber casi nada de nada. Sobre todo de cómo es y de cómo funciona el humanal linaje, que es la expresión que utilizaba un señor llamado Bernat Metge, uno de los mejores políticos catalanes de todos los tiempos, y un escritor que nadie cita porque se antoja más fácil y más descansado, qué carajo, citar en los análisis políticos a aquella otra pepa llamada Enric Juliana.
No ocupar los escaños de Madrid también es muy descansado y, en el pasado, ya lo habían hecho los de Herri Batasuna. Simplemente no se presentaban en la Carrera de San Jerónimo. La épica que consigue votos ya la tenían asegurada con el horrible reguero de sangre y de muerte de ETA, las cosas como son, no les hacía falta añadir mucho más a las instituciones, en el Congreso, donde fuere, la campaña electoral siempre resultaba la bomba. Ahora que la izquierda abertzale ha hoy renunciado a matar, siguiendo el viejo acuerdo de mínimos al que llegaron el Dios de Israel y Moisés, ya veis qué pena, ya veis qué política más miserable y cobarde realizan Arnaldo Otegui y los suyos. Ya veis los tiernos gatitos en los que se han convertido aquellas negras panteras. Ahora van más que nunca a lo suyo. Quieren acercar a los presos al País Vasco, quieren tratar de sacar a alguno del trullo si pueden, lo que sea, a cambio de apuntalar a cualquier precio el gobierno españolísimo de Pedro Farsánchez, el más oportunista de la historia, el gobierno de Grande-Marlaska, de Salvador Illa-Isla, de Margarita Robles, José Luis Ábalos o Bláblalos, del astronauta...
Por el contrario, si lo que pretenden algunos políticos independentistas —no la mayoría, que ya se ha rendido— es continuar indefinidamente con la confrontación con España, lo que necesitan es estar más presentes que nunca en el Congreso de España. Catalunya aporta 48 diputados de los 350 que tiene el hemiciclo, una séptima parte. Las Illes Balears 8 diputados y el País Valencià, 32. De modo que si lo pensamos, los famosos Països Catalans que la CUP de Carles Riera siempre tiene en la boca envían 88 diputados de 350, una cuarta parte del total. Pero que se sepa, de este voto popular, a la hora de la verdad, el independentismo catalán solo cuenta con 23 diputados —13 de ERC, 4 de Junts per Catalunya, 4 del PDECat y 2 de la CUP—, una cifra ridícula en comparación con la auténtica trascendencia social del independentismo en el conjunto de tierras de habla catalana dentro de España, pero por ahora, estas son las cifras. Y 23 diputados serían suficientes para convertir el Congreso en un caos. Si, por ejemplo, ya que no dejan a los diputados hablar en catalán desde la tribuna, que se nieguen a hablar en español fuera de la tribuna, haciendo imposible la comunicación con el resto de personas del Congreso. Habituados como están algunos diputados al teatro, realizar esta pequeña comedia no sería demasiado esfuerzo. Y además debemos pensar que prestigiaríamos a nuestra lengua nacional y los descansados diputados de la tercera vía podrían ser útiles haciendo un voluntariado de traductores. Para conseguir mayorías y minorías, los 23 diputados independentistas deberían votar o abstenerse siempre para hacer que el Congreso fuera inoperante, donde todo quedara bloqueado porque hoy PSOE y PP, al menos mientras el jefe de grupo socialista sea Pedro Farsánchez, no pueden formar ninguna gran coalición. Y menos con Vox por medio. La lectura de textos de Francesc Pujols, de Salvador Dalí y otros surrealistas de los nuestros podrían ayudar a programar otras gloriosas ceremonias de la confusión. A la manera de Gandhi, pero también desde los escaños españoles, tendríamos que hacer que España fuera inviable de la misma malvada manera que los poderes del Estado han convertido el Parlament de la Ciutadella en inviable, en una mascarada, en un teatro de títeres sin poder efectivo alguno. El filibusterismo es tan político como el comeculismo y, hasta ahora, no se ha intentado. Cantaría canciones como los marinos de guerra: / llevaría unos pantalones acampanados de abajo / ni mis hijos sabrían / cuando volvería a tierra.