Hoy os contaré una anécdota protagonizada por el periodista y profesor de periodistas Francesc-Marc Álvaro. Cuántas cosas se aprenden a su lado. Hete aquí que, hace tiempo, en una clase de cuatro horas, de las de máster, va y les dice a sus alumnos que si nos pusiéramos a describir, por ejemplo, una jirafa, ciertamente se podrían elaborar diversos artículos, crónicas, análisis, pero que fatalmente ninguno de estos textos sería completamente exacto. Y que, por lo tanto, ninguno de los escritos podría ser calificado de objetivo ya que al fin y a la postre la objetividad no es más que una quimera, una ilusión, porque la objetividad, en el fondo del fondo, no existe. Es muy bonito cuando periodistas tan bien formados como Álvaro osan penentrar en un territorio tan fácil como el de la filosofía, y tan desnudos como se garbeaba Adán por el paraíso. Y con un indisimulado desprecio por los estudiantes. Lo digo porque ese día, precisamente ese y no otro, una de las personas que le escuchaban preguntó lo siguiente: “—Profesor, si ahora mismo entrara una jirafa en clase, ¿por qué no sería objetivo decir que hay una jirafa en clase?” Quien hacía la pregunta todavía recuerda, pasado ya bastante tiempo, la colección de improperios y de reproches que el profesor Álvaro le dedicó, visiblemente irritado, perplejo, consciente de repente de que aquella pregunta era, efectivamente, la gran pregunta. ¿Por qué?
Muchos periodistas de nuestro país, sobre todo los periodistas políticos, viven muy mal los conceptos de objetividad y de verdad, también el principio de realidad, de coherencia, seguramente por culpa de las incestuosas relaciones entre la prensa y el poder, seguramente por las contradicciones entre la miseria de los partidos políticos, que contrasta con los nobles ideales humanistas que proclaman durante las campañas electorales. De modo que, para sobrevivir, mentalmente y, sobre todo, económicamente, muchos acaban sustituyendo la libertad por la obediencia, la curiosidad por el dogma, y las convicciones morales por el relativismo más abyecto y mercenario, incluso servil. Han acabado desintegrando la credibilidad que tenían. Por algo a la clase periodística se le llama, desde tiempos inmemoriales, la canallesca. Cuántos periodistas comunistas y socialistas habré conocido trabajando en diarios de derecha extrema, o cuántos periodistas independentistas escribiendo para cabeceras de Santiago y cierra España. Y más que conoceré, ahora que la propiedad efectiva de la inmensa mayoría de los diarios está en manos de los bancos y de las empresas del Ibex 35, las que dependen de los decretos políticos del BOE. Los trastornos disociativos de identidad o, si queremos, la doble personalidad, se ha cobrado más víctimas en las redacciones de los periódicos que el cólera en los países tropicales, dicho esto sin detallar.
De ahí que Francesc-Marc Álvaro pueda escribir en 2015 un libro llamado Per què hem guanyat —Por qué hemos ganado— y ahora sea capaz de publicar un Per què hem perdut —Por qué hemos perdido— o lo que es lo mismo su recientísimo Assaig general d’una revolta. Acusando, por encima de todo, a las víctimas de los palos por haber recibido los palos, acusando al independentismo de su hipotética derrota que, diría yo, aún está por ver. El periodista no hace una crítica al independentismo desde dentro, no, como proclama sin convencer, sino desde fuera. La crítica de Álvaro es externa porque es la del procesismo más oportunista, la de los partidarios de tener dos caras, los de toda la vida, la crítica previsible de los convergentes que se sumaron al independentismo en el último momento, porque les convenía y que ahora pretenden capitanearlo para desactivarlo por muchos y muchos años. Para, de ese modo, poder volver a hacer amigos en Madrid como en los tiempos gloriosos de Duran i Lleida. Cuando alguien se define como “independentista sin fundamentalismos” ya sabemos qué quiere decir con eso. Que sí, hombre, que sí, que es independentista pero que también puede dejar de serlo si se tercia, que el café descafeinado tampoco está tan mal, que es independentista de corazón, que llevará siempre a la Virgen de Montserrat en la víscera, pero que si no le dejan, qué le vamos, que hay que ser, ante todo, realistas. Es decir, políticos.
Estoy de acuerdo con Francesc-Marc Álvaro cuando dice que el independentismo es antipolítico. Si por antipolítico significa contrario al tacticismo y al oportunismo disfrazados de pragmatismo. Si antipolítico significa contrario a esas gigantescas gestorías de intereses personales en que se han convertido todos los partidos políticos, dictaduras sin democracia interna que quieren sustituir a la democracia. Ahora bien, desde el punto de vista más riguroso, no hay nada más político que una revuelta, con sonrisas o sin ellas. No hay nada más político, señoras y señores, que la revolución americana o la francesa. De hecho, amigo Álvaro, alguna alumna algo leída quizá te recordará algún día que el fundamento político de nuestra sociedad son estos dos fenómenos históricos y políticos. Dos insurrecciones completamente improvisadas, teóricamente imposibles, promovidas por una destacada minoría, dos insurrecciones que no fueron nada realistas, ni pragmáticas, ni organizadas, ni rigurosas. Una revolución no son unas oposiciones a cátedra. Y que fueron tan deprisa como pudieron, para no dejar que los dirigentes se relajaran y lo dejaran estar por miedo o por codicia. No hay nada más político que cuando el pueblo se pone en marcha. Mais si, incluso lo dice Emmanuel Macron.