Algún día alguien tendrá que explicar cómo es que estamos viviendo una época tan convulsa y trepidante, la revuelta social de la independencia y, en cambio, parece que Quim Monzó, nuestro mejor narrador vivo, no haya escrito ni una sola, ni media línea. Alguien tendrá que explicar la anomalía que supone, por ejemplo, disponer de los artículos de Quim Monzó sobre la conmoción del 11 de septiembre de 2001 encima de la sociedad americana y, en cambio, no tengamos ningún tipo de noticia sobre la mirada literaria del más capaz y potente de los columnistas del país. Ningún escrito suyo a propósito de lo que nos está pasando a todos juntos. Naturalmente no desde un punto de vista político, partidista ni teórico, que de eso el maestro huyo como de la peste, como de tantas y tantas imposturas. De Monzó hemos aprendido que la crónica política y deportiva no tiene que ser necesariamente la más importante de un diario, que el articulismo que se sitúa de manera premeditada al margen puede brillar con una luz más convincente, más auténtica. Que puede ocurrir la más interesante de todas. Del maestro hemos aprendido a mirar las cosas con menos gregarismo, con menos estupidez, con más voluntad de libertad y de subjetividad, con más sentido común, con más perspicacia e, incluso, con mejor humor y capacitado de diversión. Por todo ello me parece que el silencio literario de Monzó sobre el proceso es estentóreo, un clamor sordo que retumba de manera inquietante porque no se oye, que es como una carcoma y que, probablemente, no nos deja muy bien pasmados como sociedad y todavía menos como sociedad literaria. Si es que eso de la sociedad literaria alguna vez ha existido más allá de la hora de los vinos de honor y de los canapés.
A Quim Monzó no le han dado un premio porque, de hecho, está al premio moribundo y desacreditado del Òmnium en lo que le han dado el Monzó. El maestro, que en el fondo es un sentimental y una persona lo bastante educada, en lugar de enviarlos a hacer puñetas, dócilmente y solícita, ha tenido la generosidad de aceptarlo, dejarse llevar, dejarse enjabonar un rato y hacer ver que no se da cuenta de ello, de enfrentarse con las cámaras, con los periodistas y sus preguntas prefabricadas y previsibles, con las aglomeraciones de humanidad que tan poco le gustan. Como un perfecto ciudadano consciente de la situación que atraviesa nuestra literatura catalana tocada de muerte, se ha encogido de hombros y, probablemente ha entendido que no tenemos mucho más donde escoger y que, en resumidas cuentas, mejor que le den el premio a él que no en ningún otro indocumentado que nos haga avergonzar a todos juntos. El colmo de la bondad ha sido cuando ha salido correctamente al telediario de la televisión que quieren cerrar los de Madrid y ha proclamado, de paso, que él es, al fin y al cabo un ignorante. Eso ha dicho, sin ninguna falsa modestia ni ninguna ironía. Y sí, naturalmente, le tengo que dar a Quim Monzó la razón, y olvidar el elogio que le quería hacer, olvidar las frases supuestamente ingeniosas que tenía preparadas para demostrar que lo he leído toda la vida y que, leyéndolo he aprovechado el tiempo como nunca. Si Quim Monzó es un ignorante, que lo es, ¿qué no seremos los otros? Es entonces cuando me doy cuenta de que lo mejor que puedo hacer es dejar de llenar papel y celebrar su extraordinaria obra con un respetuoso silencio. Gracias, por todo lo que has escrito, Joaquim Monzó.