La convivencia, amistosa, amorosa incluso, entre españoles residentes en Catalunya y catalanes sólo es convivencia, lo que se llama auténtica convivencia, cuando el catalán, cuando la catalana, va y se mete en la piel de un español como todos los demás, cuando se somete con convicción a la mayoría nacional de España y dilúyese, cuando se eclipsa y abraza ostensiblemente la vulgaridad hegemónica. “No pareces catalán”, te dicen, te certifican, muy satisfechos. Es cuando ya te tienen cogido por el cuello. Es algo así como cuando te dicen, a modo de elogio, que no pareces una mujer, o que judío no pareces, o que no pareces moro, que no pareces gay, que no pareces emigrante, que no pareces de pueblo, que no pareces enfermo mental, que no pareces pobre, que no pareces tan viejo, que no parece que peses más de cien kilos. Cuando el catalán se disfraza bien disfrazado, cuando pretende no parecer catalán ni por equivocación, cuando no molesta con su identidad indeseable, con su diferencia ofensiva, entonces es cuando le perdonan la vida y le premian con estas tres bonitas palabras: “no pareces catalán”. Es elogiado, aplaudido, halagado por los benévolos españoles que, de tanta simpatía como llegan a desprender, consiguen sentirse el colmo de la tolerancia y de la bondad de la raza humana. Por ello, en alemán, cuando quieren decir que alguien es muy orgulloso dicen Stolz wie ein Spanier —ser más orgulloso que un español—. El humano español, en general, y el madrileño y el andaluz en particular, siempre está encantado de haberse conocido y no escatima elogios a su tierra, unos elogios que no dejan de ser simples ejercicios de narcisismo, de onanismo. Mientras los habitantes de Londres, de París, de Roma, de Barcelona, de cualquier gran ciudad del planeta, saben muy bien que son hoscos y agresivos, prepotentes y autistas precisamente porque las personas que viven ahí tienen esta maldición caracterológica de los grandes urbanitas, en cambio, los madrileños están convencidos de que su aglomeración humana es la antesala del cielo, el paraíso de las ciudades. Y sólo con un argumento. Porque lo dicen ellos.
Antes, hace tiempo, parece ser que la convivencia entre españoles y catalanes era maravillosa, idílica. Fue una época en que sólo hablábamos catalán en casa y con miedo, cuando cambiábamos siempre de lengua por educación mal entendida, cuando estábamos encerrados dentro de las fronteras de la España nacional y no teníamos que saber nada del mundo exterior. Era el tiempo de la gobernación del general Franco y no se podía protestar, no podíamos reclamar nuestros derechos como minoría nacional, cuando nos daba vergüenza pertenecer a una cultura y a una lengua minorizadas, que iban muriéndose. Cuando el catalán ya no molestaba porque estaba a punto de desaparecer, entonces, se ve que éramos una sociedad maravillosa y lo que más maravilloso era, precisamente, era que no pareciera nada catalana. Barcelona se ve que era una ciudad cosmopolita donde un futuro facha como Mario Vargas Llosa se sentía tan y tan a gusto. Rodeado de famosos escritores que se consideraban a ellos mismos harto cosmopolitas, cuando en realidad sólo eran notables castellanoamericans —algunos extraordinarios como el maestro Gabriel García Márquez—, pero a la vez tan provincianos como unos Juegos Florales en Usall. Sí, el gran escritor colombiano aprendió a leer en catalán y se enamoró de la literatura de Mercè Rodoreda, pero también es verdad que la mayoría de escritores latinoamericanos en Catalunya se comportaron peor que los colonialistas Saki o Kipling en Birmania y en India. Al menos los escritores británicos amaron vivamente el país colonizado. Un día Jorge Edwards, mientras paseábamos solos los dos, me confirmó la inmensa indiferencia, e incluso hostilidad, que sentían y continúan sintiendo por el hecho vivo de Catalunya.
Hemos sido amigos de los españoles, hemos convivido sólo mientras llevábamos metida la lengua en el culo. Al invocar los principios de la democracia se terminó, al querer vivir en Catalunya plenamente en catalán, cuando hemos exigido nuestros impuestos, cuando hemos reclamado el derecho a decidir la independencia política de Catalunya, entonces algunos españoles nos han rechazado. Tal como unos padres que rechazan a su hija porque es lesbiana, olvidando que hija suya es. Mientras el independentismo fue minoritario se reían de nosotros, pero ahora que ganamos siempre las elecciones, de golpe se les han acabado las ganas de reír. Y nos acusan de intolerantes y de supremacistas, como si no fuera exactamente al revés, como si las agresiones del españolismo sobre Catalunya no fueran actuales y nítidas y demostrables. Internacionalmente conocidas. Quim Torra en 2012, años antes de convertirse en presidente de la Generalitat, escribió que los colonos, los españoles enemigos de la identidad catalana, son “animales con forma humana" y que “les rebota todo lo que no sea español y en castellano”. No se equivocaba en nada. Después de todo el odio que durante estos años han vertido sobre el presidente legítimo, después de todos los insultos, las acusaciones de nazi, de racista, tras el ensañamiento sobre su familia, todo el mundo ha podido identificar actitudes más animales que humanas. Que han organizado la caza del hombre ya que no quieren el cultivo del diálogo, porque la confrontación política la tienen perdida. Han buscado la muerte social de un presidente independentista exactamente porque encarna la victoria independentista de las últimas elecciones. Una victoria que, en la práctica, el españolismo político nunca ha aceptado. Después de todo este constante juego sucio, no es extraño que el presidente Quim Torra quiera vivir a partir de ahora en Gerona. La ciudad de los cuatro ríos destaca por su capacidad de convivencia, como destacan todas las ciudades en las que el independentismo es muy mayoritario. Los españolistas que viven ahí son tan españolistas como de otros lugares, pero los independentistas, en cambio, no tienen que ir escondiéndose por los rincones para preservar su integridad física y mental.