Los catalanes somos tan cosmopolitas y estamos tan satisfechos de nosotros mismos que nuestros medios de comunicación no saben desentenderse del marco referencial español. Por eso somos tan españolazos, por eso, precisamente por eso. España no sólo es una cárcel de pueblos, porque es sobre todo una prisión de ideas, la renuncia a inventar nada bueno, a conformarnos siempre como estamos. España es esa despreocupación cósmica del imperio que no se resigna a desaparecer, el inmovilismo satisfecho como el que exhibe la nación árabe, el decadentismo inmoderado de la nación turca. El tiempo pasa pero lo que no pasa es el desprecio de los españoles por lo desconocido, Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy, van rezando ellos. Es la indiferencia resentida por lo extranjero, la prepotencia de una España que se ha erigido como la medida de todas las cosas, como sinécdoque del universo, como centro de gravedad permanente. Verbigracia, los últimos atentados islamistas en Francia y Austria no convocan excesiva preocupación en nuestros medios ni en los de la capital del reino, como si el confinamiento hubiera convertido Catalunya en una más de las Islas Canarias, benignamente adormecida en uno de tantos repliegues del trópico. Como si los atentados de la Rambla de Barcelona y Cambrils no hubieran existido jamás, como si el boicot que algunos señores con turbante están haciendo a Francia no fuera, en realidad, un boicot contra nosotros mismos, un boicot a la república, al espíritu y a la encarnadura de la república que decimos que queremos tener, encarnar, vivir en libertad, a través de la mitológica independencia. La república catalana morirá antes de nacer si no es capaz de constituir una sociedad laica a la guisa de Francia. A la manera de las sociedades abiertas y donde todo el mundo consigue vivir lo menos mal posible, sin imponer ninguna convicción ni espiritualidad a nadie.

Más allá de los magnéticos cuentos de Las mil y una noches —que de hecho son más bien indios y pakistaníes— y de sus alfombras voladoras, más allá de la idealización del mundo árabe-musulmán de algunos viajeros entusiastas, más allá de los buenos amigos de la humanidad mahomética, como el teniente coronel británico T. E. Lawrence, autor de Los Siete Pilares de la Sabiduría —todo en mayúsculas—, lo cierto es que sabemos muy pocas cosas de Oriente Próximo, de Turquía y de la orilla este y sur del Mediterráneo. A mí el libro de Josep Carner, Del Pròxim Orient me ha ayudado bastante, por lo que dice y, sobre todo, por lo que insinúa ahí. He visitado algunos de estos países tan hermosos, puedo decir que fui el primer periodista que narró sobre el terreno la revolución que derribó a Ben Alí en 2011, y me siento perfectamente a gusto en aquellas tierras. Como visitante, aclaro, me siento muy bien tratado. Específicamente como huésped, como privilegiado, en el inmenso territorio que el desvergonzado imperialismo árabe llama Magreb —que significa simplemente Oeste, respecto al centro del primitivo impulso colonial iniciado en El Cairo por los seguidores de Mohamed— y que, en buena ley, deberíamos empezar a denominar Tamazgha, una nueva forma, neutra y conciliadora, como lo es también el reciente topónimo de Occitania.

La república catalana morirá antes de nacer si no es capaz de constituir una sociedad laica a la guisa de Francia

Ahora bien, ahora bien, un momento. Marruecos, Argelia y Túnez —Libia aún no la conozco—, a pesar de sus grandes diferencias, son tres formidables estados policiales, irrespirables para cualquier persona digna y que se respete a sí misma. Especialmente si eres una persona sexualizada o enemiga de la hipocresía social. No son totalitarismos sólo porque estén gobernados por dictaduras más o menos encubiertas y escasamente legitimadas por procesos electorales. Sobre todo son estados policiales porque se han transformado en sociedades sociológicamente totalitarias gracias al inmenso peso del islam, sociedades en las cuales todo el mundo vigila a todo el mundo para que nadie pueda salirse de las normas y de los tabúes sociales consagrados por la tradición milenaria. La delación y la insolidaridad ciudadana, como en las sociedades comunistas, por tanto, se convierten en valores eminentes y llevados cotidianamente a la práctica. El islam, hoy, ha pasado de ser una religión como otra, comparable a la cristiana o a la judía, para convertirse en sólo una pobrísima colección de prejuicios, de tabúes, de normas, de prevenciones, de delitos, de crímenes. El dogma ha adelgazado y encogido cualquier otra forma de manifestación religiosa islámica, lo ha tornado en radical, inflexible, y ha sustituido todo lo que no se pueda traducir en una rudimentaria colección de normas y de prohibiciones. Los terroristas islámicos atrapados por la policía francesa desconcertaban al principio los analistas ya que, de hecho, tienen un conocimiento religioso muy superficial, nada metafísico, eminentemente identitario y bastante folclórico. Es imposible que el islam actual evolucione hacia una sociedad moderna porque la misma idea de evolución es monstruosa para un musulmán. Y cualquier discrepancia, controversia, diálogo o intento de mejora puede ser respondido legítimamente con una contundente explosión atómica. Con ese método es infalible llevar siempre la razón.