El ignorante no es el que no sabe; el ignorante es el que no quiere saber. El que se niega a ser ilustrado, informado, aleccionado, si es necesario. El ignorante es aquel que considera que las propias convicciones y certezas, que la opulenta formación que ha recibido, son infalibles, como si fueran las enseñanzas dogmáticas del Papa, especialmente asistido por Dios mismo a la hora de pontificar, de tener razón. El presidente de la sala segunda del Tribunal Supremo, Manuel Marchena, ayer se equiparaba, indignado, altivo, a la suprema autoridad apostólica y romana, que como todo el mundo sabe proviene, ni más ni menos, del divino Redentor, de Aquel que todo lo sabe, que para eso es Dios Omnipotente. Qué tiempos más gloriosos fueron aquellos los de la Edad Media, ¿verdad?, en los que el derecho civil y el canónico casi se confundían, los tiempos en que los sacerdotes y los jueces eran una misma cosa y el principio de Iura novit curia —el tribunal conoce la ley— no tenía contradicción posible. Qué bonito era el mundo cuando no había internet, cuando alguien no te podía llevar la contraria porque dominabas completamente la información. Cuando tenías al pueblo no sólo dominado sino sometido en la ignorancia y en la inopia.
El viejo derecho medieval de los inquisidores gusta mucho al juez Marchena, al padre de la nena, y también a sus secuaces cargados de medallas. Cuando veo a los jueces españoles del Supremo, tan guapos, condecorados con la Orden de San Raimundo de Peñafort, una medalla que lleva el nombre de un gran inquisidor, de un perro de Dios, una medalla muy bonita que instituyó Francisco Franco en el año de Gracia de 1944, me doy cuenta que no sólo no tienen vergüenza. También es que los jueces se saltan la ley de Memoria Histórica. Los juristas españoles callan como muertos pero saben bien que llevo razón. Ayer, cuando David Fernández declaraba ante los señores jueces adornados con la condecoración de San Raimundo de Peñafort, fue como si los jueces de Schleswig-Holstein hubieran analizado el caso de Carles Puigdemont adornados con la esvástica de Hitler. Con toda la jeta. Marchena, por ostentar la Gran Cruz de la Orden, popularmente conocida entre los juristas, como la Raimunda, tuvo que recibir, necesariamente, el plácet del arzobispo de Toledo, cardenal primado de las Españas. Lo digo para que vean ustedes un poco de qué va la cosa de la medallita. En el decreto de 23 de enero de 1944 que regula la creación de esta medalla franquista inspirada en la inquisición medieval se pueden leer estas preciosas palabras —atención que es poesía en estado puro—: “Las Armas y las Leyes son los dos grandes protagonistas de la universal historia, hasta el punto de no lograr ésta ninguna de sus formas civilizadoras sin el supremo acorde de estas altas facetas del espíritu humano, desarrollándose bajo el palio espiritual de la Religión, que las engarza con Dios, supremo manantial de vida y único camino de redención. [...] En nuestra España, liberada de las potencias del mal, llega aquí ahora el tiempo esplendoroso en que las Leyes van dando permanencia y sentido de profundidad humana al magno proceso heroico de nuestra liberación nacional. [...] Para cumplir ese cometido, nada nos ha parecido más adecuado como crear la Cruz de San Raimundo de Peñafort, rememorando así las excelsas virtudes de un español benemérito, confesor de Reyes y de Papas…”
Ya tenían razón ya los viejos legisladores medievales cuando decían lo que “narra mihi factum, dabo tibi ius” (hacedme el relato, que yo os contaré qué ley se aplicará). Por eso no quieren oír —no es necesario que la compartan— opinión jurídica que ponga en entredicho su inquisición y persecución política. Prefieren que les informen de cosas tan trascendentales como el lanzamiento de un yogur o la de la descripción de la bandera de Òmnium Cultural, que no existe. Los jueces del Supremo no sólo actúan y van vestidos como tardofranquistas, con el NO-DO de los Reyes Católicos colgado del cuello y la pestilencia de la inquisición dominicana perfumando el ambiente. También se sienten impunes y felices en su satisfecha ignorancia. ¿Qué importancia puede tener saber pronunciar el nombre del diputado Ruben Wagensberg? Al fin y al cabo no es un apellido español, es de origen judí. A ellos qué les importa la gente que no es como ellos son?