No, nuestros políticos no nos gustan lo más mínimo, no nos gusta especialmente el país que nos ha tocado ser. Como buenos catalanes vivimos permanentemente insatisfechos y desconfiamos. No nos convence cuando llueve demasiado, o cuando hace demasiado calor o demasiado frío, es decir, nunca. Somos gente pacífica y no nos gusta gritar, siempre queremos quedar bien como si todos los espejos nos riñeran por abarcar más de lo que se puede. Algunos días proclamamos frases solemnes sobre la dignidad, sobre la nobleza de nuestro antiguo pueblo, pero a la vez nos pica la inseguridad, el pánico a hacer el ridículo, a dejar la buena educación. Nos gusta disgregarnos del grupo tanto como nos sea posible, y es entonces cuando nos podemos irritar a gusto ante el desbarajuste del mundo y refunfuñar. Refunfuñar de manera indefinida, bocinando contra el universo. Protestar, hemos venido a este mundo a protestar. Cuando Pablo Casado afirma que “la hispanidad es la etapa más brillante del hombre junto con el imperio romano” identificamos instantáneamente al charlatán, al gallito, no solo porque nosotros también tenemos experiencia de la hispanidad, sino porque sabemos que detrás de todas las divinas palabras no hay nada bueno ni digno, solo los crímenes más terribles, la cruda banalidad del mal, la cháchara de los poderosos. Michel de Montaigne, aunque no tuvo la suerte de ser de Palencia, recuerda que en el trono más superior del mundo solo nos sentamos sobre el culo.
Una cosa son las palabras del idealismo, las apasionadas palabras de las causas justas y arriesgadas, valientes, y otra muy diferente la propaganda que promueve el sometimiento a la injusticia, a la tiranía de la violencia. Hay momentos realmente brillantes de la historia del género humano que lo ilustran, como por ejemplo cuando Winston Churchill, recién nombrado primer ministro, ante la inminente invasión nazi de Inglaterra, se atrevió a afirmar que, como programa de gobierno, no tenía nada, nada que ofrecer a la Cámara de los Comunes excepto sangre, sudor y lágrimas. O cuando el malogrado presidente Companys salió de la cárcel al haber ganado las elecciones de febrero de 1936. Durante su discurso desde el balcón del Palau de la Generalitat recordó que estaba allí “para servir a nuestros ideales. Traemos el alma pletórica de sentimiento, nada de venganzas, pero sí un nuevo espíritu de justicia y reparación. Recogemos las lecciones de la experiencia, volveremos a sufrir, volveremos a luchar y volveremos a ganar”. Son exactamente las palabras que ayer tenía en la cabeza Quim Torra cuando anunció que lucharía hasta el final por los ideales de Companys, con todas las consecuencias. Unas palabras que tienen el peso que tienen, que tienen la gravedad que expresan, y que anuncian la masiva movilización ciudadana, avanzada hace días en esta columna, ante la incredulidad de muchos. Cuando Torra dice “con todas las consecuencias” significa que la acción inminente está preparada y al acecho. En contraste con el derrotismo de algunos exaltados del independentismo fácil, en contraste con la desconfianza de los que confunden injustamente a Santi Vila Saltimbanqui con Carles Puigdemont, el presidente vicario se propone derrotar a la vez al Estado español y la perversa lógica de los partidos políticos independentistas que hoy están renovando el autonomismo. “Con todas las consecuencias” es una frase que algunos no creen pero que se ha malinterpretado expresamente como una llamada a la violencia por parte de la prensa de Madrid, buscando así un pretexto para encarcelarlo sin perder tiempo, como si el soberanismo no fuera perfectamente pacífico y como si el presidente Torra no fuera un combatiente tan pacifista que incluso lleva gafas gruesas. “Con todas las consecuencias” el pueblo de Catalunya tiene que salvarse a sí mismo, el pueblo de Catalunya debe liberar a sus presos políticos y debe cerrar filas con sus dos presidentes. De Vox a la CUP, pasando por todos, incluído Batasuna, todos los partidos políticos, la coincidencia es clara y alarmante: quieren eliminar a Puigdemont y aTorra o, al menos, conseguir que se conviertan en irrelevantes, desconectados de la mayoría del pueblo que los eligió. “Con todas las consecuencias” quiere decir que en los próximos días o semanas nos lo jugaremos todo por el todo. No sé si me explico.