Una de las principales gracias del palacio de la Ciutadella es que es otro edificio okupa de Barcelona. Estaba destinado a ser uno de tantos palacios que la monarquía española tiene esparcidos a lo largo del imperio pero ahora es la sede de la representación popular, ahora las tres enormes y aristocráticas arañas siguen colgadas del techo pero para iluminar a todos nuestros diputados, incluido el decorativo Ignacio Garriga Vaz de Concicao, de Vox-trot. A veces el palacio que representa la soberanía del pueblo es tan majestuoso que Inés Arrimadas, la hija del policía, un día se presentó vestida de princesa y se hizo todo un álbum fotográfico en la manera de Corinna Larsen para Telva, revista de moda y belleza Otras veces, en cambio, el palacio tiene poco glamur, como cuando Maria Sirvent se sentaba con Eulàlia Reguant sobre el respaldo de un banco del jardincito que hay frente al bar parlamentario, con los cuatro beaux panards en el asiento, tirando colillas sublevadas al suelo, ofreciendo así más trabajo a la clase trabajadora de la limpieza. A veces se nota que aquello no es más que el antiguo arsenal de la fortaleza de la Ciutadella diseñada por Joris Prosper Van Verboom, el inmenso cráter que se abrió sobre el llano de Barcelona para asegurar indefinidamente el dominio español de la ciudad. Desde allí y desde Montjuïc es desde dónde nos bombardeaban cada cincuenta años.
Para que quedara claro clarinete que los indígenas responsables de gobernar Barcelona en nombre de la ocupación estaban agradecidos y encantados de la vida, en 1889, después de que el sector negocios del PSC-ERC-Junts y otros ástridos y chacones y pedecátores de entonces ganaran muchos duros con ocasión de la exposición universal, tuvieron una genial idea. En lo alto de la fachada del edificio reaprovecharon el escudo de Felipe V, la marca del destructor de Barcelona, del primer Borbón de todos los Borbón y Borbón que vinieron después. Aquello debía ser el palacio real de Barcelona y se pusieron españolazos y heráldicos. Aún no habían nacido las estupendas ideas del palacio real de Pedralbes, que parece un hotel del Caribe, o del palacete Albéniz, construido como si fuera un edificio madrileño encaramado allí en Montjuïc. Dicen que, cuando el alcalde Joan Pich i Pon reclamó que Alfonso XIII contemplara la espléndida panorámica de nuestra ciudad desde allá arriba, no pudo contener la exclamación: Majestad, ¡la gran ubre!
Con el advenimiento de la República en 1931 el edificio fue habilitado como Parlamento de Cataluña y, al reformar el edificio, decidieron sobreponer un indeterminado escudo de Cataluña, como puede verse en alguna foto que ha quedado. La señal real, o las cuatro barras, como es conocida popularmente, fue parcheado al frente, de manera provisional, porque no escondía, como no esconde hoy, los ornamentos del escudo, las partes exteriores del blasón que, sin ser las esenciales, forman parte de este. Si mantener el escudo de Felipe V en la sede de la soberanía popular era una mala opción, aún es peor la falsa solución de ahora, de querer hacer las cosas a medias, una solución muy catalana, por otra parte. Hoy tenemos un despropósito. La señal oficial de la Generalitat de Cataluña, el emblema republicano diseñado por el gran Josep Obiols, que está enmarcado, en cada uno de los cuatro ángulos con hojas de laurel, como corresponde, y alrededor, elementos que lo contradicen y lo cuestionan.
La venerable señal de la Generalitat hoy está travestida como un Ocaña sin gracia, con un adorno indeseable que, se quiera o no se quiera, forma parte del escudo que se exhibe. Lleva, nada menos, descojonándose de risa, una corona imperial —que se contradice con la heráldica republicana de la señal de la Generalitat— y, además, lleva colgados dos collares, dos condecoraciones que representan inequívocamente a las monarquías españolas y francesa. Son la orden del Toisón de Oro —que pasa de la Casa de los Austrias a los Borbones españoles— y la orden del Espíritu Santo, una orden específica y privativa de la monarquía francesa. Tanto es así que hoy solo la utilizan los legitimistas franceses, es decir, los partidarios de convertir a Francia en una monarquía absoluta.
Por último, aunque los feroces leones heráldicos no son la mejor compañía imaginable para el señal de Generalitat, tampoco hacen daño, no son lo peor. Lo inaceptable es el conjunto de banderas victoriosas y de cañones de la artillería de guerra que la enmarcan. Es esa mezcolanza del españolismo a la catalana. Más o menos como cuando Trapero combina sobre el uniforme el emblema sagrado de la Generalitat con el símbolo fascista de la Guardia Civil.