Cuando un político te pide una opinión, lo que quiere, en realidad, es que le hagas la pelota. Si te arrodillas, como Espartaco antes de su revuelta, el tío tampoco te dice que no, tampoco lo encontrará exagerado, ni le molesta para nada. Antes de ti ha conocido a otros periodistas y escritores, después de ti vendrán muchos otros. Como mucho, si tiene un buen día, el político acepta que le digas alguna cosilla negativa, que le susurres algún reproche, que te permitas algún aspaviento. Nada de tirarle de las orejas, no te pases. Es entonces cuando el animal político se torna infinitamente más peligroso, porque se vuelve más ególatra. Quiere que te confíes. Te ha dejado criticarle un poquito, sólo para después hinchar el pecho y presumir de liberal, de demócrata, de sietemachos. De víctima. En cierta ocasión, Josep Lluís Alay, director de la oficina del president Puigdemont, me dijo muy campanudo, muy cabreado, como si fuera una gran cosa, que él aceptaba las críticas. Oh, osé responderle. Lo dijo como si fuera posible lo contrario, como si fuera posible, en una democracia, no someterse a la fiscalización de los demás, de todos los demás, periodistas o ciudadanos anónimos. Ese gran día comprendí que el sueño dorado de todos los políticos es éste exactamente. Encontrar un buen argumento, una buena mordaza, para evitar todas las críticas, y así poder situarse por encima del bien y del mal. Sólo tener que responder ante Dios y ante la historia. Y es que hace sólo pocas horas Carme Forcadell, para defender a Oriol Junqueras de la reprobación pública, ha intentando encontrar este argumento infalible que nos haga callar a todos de golpe: “¿Con qué autoridad moral estas personas dicen eso a una persona que ha estado en prisión y se lo ha jugado todo por el país?” Eso, eso, esa es la gran pregunta de la política catalana, después de la extraordinaria experiencia de los partidos independentistas en el poder, ¿cómo nos atrevemos a abrir la boca?
El político es un adicto al poder y sólo acepta relaciones de poder. Jerárquicas. Son las relaciones del cinismo. Por eso, a veces, el lobo político llega incluso a disfrazarse con la ropa de la abuelita y se hace pasar por ella para que Caperucita Roja se confíe. Cuidado, Caperucita, cuidado. Exactamente por eso juzgué inapropiado que un periodista y maestro de periodistas, Vicent Partal, aceptara realizar una crítica a los políticos desde el Parlament de Catalunya el pasado día 10. Del mismo modo que me habría parecido mal ver a Pedro Jota Ramírez o a Francisco Marhuenda pronunciando un sermón edificante, para la salvación del alma de los políticos, en las Cortes españolas. España, incluida Catalunya, es un hábitat político poco ejemplar, en el que las relaciones entre política y prensa son excesivamente incestuosas, donde no se necesitan más fotografías entre políticos y periodistas. Ni más relaciones públicas. Tras el discurso del señor Partal hablé con algunos políticos y todos, todos, me aseguraron que lo habían encontrado duro, pero adecuado, un discurso muy necesario. Señal inequívoca de que fue un discurso que no era necesario, un discurso espurio. El periodismo no ha salvado nunca a ningún político del infierno ni tampoco lo hará ahora. Como es posible que Vicent Partal dijera que “no somos capaces de entender el espectáculo que a menudo protagonizan”? Lo que pasa entre las filas de los tres partidos independentistas con representación parlamentaria lo sabemos todos, y lo sabemos perfectamente bien: es una larga guerra civil fratricida que nos autodestruirá como nación y como sociedad. Hay que mirar a la verdad de frente.
Nos destruirá si no hacemos el esfuerzo de entender un poco como es la política catalana. La difícil y compleja política catalana. Una política diseñada, actualmente, por unos profesionales de la política, lo que llamamos políticos, que salvando algunas buenas excepciones, han elegido como líderes a los personajes más cínicos y ególatras del plantel disponible, las psicologías más predispuestas a la simulación, al engaño y a la manipulación de la opinión pública. Sólo nos faltaba tener algunos políticos profesionales en prisión hasta hace cuatro días y algunos otros aún en el exilio. Esto ha crispado el ambiente aún más. A la postre todos han acabado imitando ⸺unos más, otros menos⸺, una actitud pública que se parece bastante a la que gasta ahora Pablo Iglesias. Lo cito porque no forma parte de los políticos catalanes y sirve para ilustrar este gran mal de la política catalana. La actitud del victimismo megalómano, la impermeabilidad a la crítica, la inhumana persecución del éxito social a cualquier precio. Algunos lo llaman “el poder” pero es más bien esto otro, el reconocimiento social. Se ha promovido el desarrollo de una política cada vez más doctrinaria, cada vez más alejada de la voluntad popular que reclama la unidad independentista. En vano. Porque es una política que se concreta a través de tres estrategias principales. Tres estrategias que son un clásico: la proyección, la represión y la negación. Primero se acusa al contrincante político independentista de hacer exactamente lo que tú haces (proyección). Después se reprime la autocrítica, la crítica, la ética personal, el sentimiento colectivo o patriótico. Reprimir el altruismo y la solidaridad. Y finalmente negar, contra toda evidencia, lo que todos sabemos. Que el enemigo número uno de los políticos independentistas son los otros políticos independentistas. Infinitamente por encima de los españolistas. Los periódicos vienen saturados de estos políticos catalanes que niegan la evidencia. Y que sólo van a lo suyo.