Hace dos días Màrius Carol, director del rotativo La Vanguardia —Española una vez más—, se atrevió a presumir de imparcialidad periodística durante los últimos meses de la crisis independentista, concretamente en Madrid, antesala del cielo, un territorio poco adecuado para la modestia como sabe todo el mundo. Es inaudito que el coronel ya no tenga quien le escriba después de delegar siempre el trabajo, o sea que el hombre alto del Turó Park se hizo él mismo su elogio a bombo y platillo, su homenaje generoso, su vicio solitario, como si fuera una de esas señoras mayores que han dejado de mirarse en el tocador para asomarse a la fantasía del auto elogio, a la fabulación consoladora del monólogo permanente. Gustarse es libre pero gustar, lo que se dice gustar, ya cuesta algo más. El señor Carol decía en la capital de España que la “imparcialidad no debe ser confundida con equidistancia” y tiene toda la razón. Y la dejaba tener cuando afirmaba, a continuación, que su diario milita “únicamente al servicio de la verdad”, como si más allá de las religiones más salafistas y sanguinarias, de las filosofías más totalitarias, hoy se pueda utilizar legítimamente esta palabreja tan grande desde la insignificancia. Hablar de la verdad es un argumento demasiado contundente, demasiado superlativo, demasiado sobreactuado para que no esté intentando esconder, de hecho, exactamente lo contrario, el antónimo más vergonzoso. Evocar alegremente la verdad desde la prensa es, como mínimo, una exageración, una impertinencia en boca tan inestable, una falta de profesionalidad periodística, tal vez comprensible en una persona como Carol que siempre ocupa posiciones subalternas. La masiva pérdida de lectores de La Vanguardia, el naufragio de su influencia, el final anunciado de su posición central en el panorama de los medios de comunicación escritos de la Catalunya de hoy, el mimetismo de la línea editorial del vetusto diario con El Periódico de Catalunya y con la edición catalana de El País, todo ello desacredita cualquier intento de triunfalismo más allá de los muros de la empresa editora. La dramática situación que vive actualmente el rotativo no permite continuar viviendo de viejas glorias ni repetir maquinalmente certezas que ya no existen. La sociedad catalana ha ido en los últimos cinco años en una determinada dirección y el periódico fundado por don Carlos y don Bartolomé Godó en otra. La transformación que ha supuesto la mayoría social y parlamentaria del independentismo catalán no se ha visto acompañada por el interés, el rigor y la imparcialidad que La Vanguardia había tenido con otros fenómenos políticos. Al contrario, desde las páginas del rotativo barcelonés ha contribuido a la desinformación, a la criminalización del separatismo, al españolismo más desinhibido y frentista. Al abandono de la moderación en favor de los intereses ideológicos que dictaba y dicta Moncloa y Zarzuela.
Sólo desde la servidumbre más agradecida se puede entender la complacencia de Màrius Carol con la triste Vanguardia de hoy. Que evoque públicamente el nombre del propietario del impreso donde trabaja para asegurar que “teníamos que hacer un diario del que nos sintiéramos orgullosos y que pudiéramos explicar cuando en volviéramos a hablar dentro de diez años. O cuando lo leyeran nuestros nietos. Que teníamos que ser dignos del momento de la historia que nos tocaba vivir”. Orgullo, dignidad y paternalismo rancio con las generaciones futuras no combinan muy bien con los reproches que Màrius Carol dedicó al presidente Mas: “Decidió poner rumbo a Ítaca, sin recordar que en el viaje de Ulises todo el mundo se quedó por el camino y sólo él llegó a tierra firme”. Si hacer responsable a Odiseo Polítropos, famoso por su lanza, de la desdicha de sus compañeros denota un conocimiento muy superficial de la literatura homérica, culpabilizar a Artur Mas de la conversión al independentismo del centro derecha catalanista es abiertamente una injusticia. No resiste el más simple análisis. En primer lugar porque Mas-Ulises ha sido la primera víctima política que se ha quedado por el camino, teniendo que renunciar a la presidencia de la Generalitat y a la dirección de su partido, sufriendo persecución política en forma de destrucción de su patrimonio personal. Y en segundo lugar, porque a pesar del enorme talento político del muy honorable Mas, el cambio del autonomismo al independentismo ha sido una evolución política de la sociedad catalana en su conjunto, desde la derecha más conservadora a la izquierda antisistema. Sólo quien cree firmemente en el cesarismo, en la política hecha exclusivamente por personas de poder omnímodo, sólo quien cree en las conspiraciones de los despachos, puede imaginar, puede sostener, que el movimiento por la independencia de Catalunya es consecuencia de una decisión personal arbitraria o discrecional de una persona. La verdad de Màrius Carol no parece muy creíble para los que creemos en el poder soberano del pueblo, en el protagonismo absoluto de la democracia en una sociedad libre.