El 1 de Octubre fue el desbordamiento de los límites que los partidos catalanes encarnan y negociaron no superar. La política que la gente practicó en la calle aquel día no se parece en nada a la política que los partidos han llevado a cabo durante décadas. Nunca la política catalana institucional fue la metáfora o la representación de lo que tú y yo vimos aquel domingo.
La política era un juego de negociaciones que siempre empezaba cediendo lo esencial para tratar de conseguir lo accesorio. De la idea maquiavélica y acertada que dice que hay que ocupar todos los espacios de poder disponibles y usarlos para conseguir una hegemonía cultural, el catalanismo hizo su razón de ser, hasta el punto de que, a cambio de tener el control de la Generalitat, tuvo que conceder que la Generalitat fuera un dique de las aspiraciones colectivas, en lugar de la natural esfera pública de todas las visiones del país. Lo esencial quedaba relegado y las políticas, sociales, conservadoras o liberales, eran meros discursos bailados como unas gitanas sobre las leyes de bases del Congreso de la capital, mientras la política era solo la lenta erosión de la audacia y la imaginación en manos de la burocracia falangista. La política era pedagogía, se nos decía, una pedagogía que básicamente decía que somos tierra de acogida, como si hubiera habido otro remedio, haciendo de la imposición un valor moral, en lugar de decir que nos pertenece la discusión entre iguales que son diversos y quita tus garras de lo que solo nosotros podemos resolver, aunque sea discutiendo entre nosotros fuertemente y a ciegas. Esto haciamos, en vez de ir a explicar a España que, si olvida la historia de Catalunya y su imperio y su inversión en Hispania, corre un grave riesgo, el de no entenderse a sí misma, sus debilidades y sus odios, y por lo tanto tampoco sus amores y aspiraciones. El olvido de lo esencial era una forma de supervivencia, y los tiempos eran posmodernos y qué quieres.
Existía un choque nacional de fondo edulcorado de folclore que atravesaba toda la historia moderna de España hasta hacer del presente un embrollo incomprensible, del cual la única solución era la promesa del consumo material y el reparto de la deuda futura en pequeñas dosis de servicios sociales. Nadie quiso quedarse de pie y decir que la única manera de convertir España en un Estado exitoso que pudiera discutir de todas las otras políticas públicas era aceptando la existencia de este choque nacional, eso es, reconociendo al otro como un actor autónomo, capaz de darse normas y de ser un centro. No: la política catalana, de puertas adentro, se dedicó a explicitar la debilidad de nuestra colectividad y, en consecuencia, de nuestras individualidades. Exceptuando a algunos genios, que en Catalunya solo pueden ser estrafalarios o huir al extranjero, el espacio para pensar era un espacio pequeño y construido de la conciencia de ser un fracaso de entrada, arrastrando el peso de los fracasos de la historia como una disculpa y una excusa antes de ponerse a trabajar en nada.
En Catalunya, la política era un juego de negociaciones que siempre empezaba cediendo lo esencial para tratar de conseguir lo accesorio
Solo se nos permitía la ambición del cinismo: si eres lo bastante cabrón, tan cabrón como el que manda, puedes prosperar y tener éxito. ¿Qué tipo de pensamiento, de acción, de alegría de vivir y de ambición puedes tener, si la única historia que tienes en el horizonte es una colección de estampas folclóricas que convergen hacia el fracaso más absoluto? El único rincón para respirar que nuestra cultura política nos había dejado era el de la superioridad moral: la herida de la historia al menos nos hacía valedores de un dolor atávico y heredado. Por eso, los hoy tabarnesos lo viven como un desprecio —porque de entrada, no se puede competir con quien dice heredar la condición de víctima, independientemente de los hechos y las fortunas— y, por eso mismo, los catalanes que ven en el españolismo recalcitrante de estos propagandistas solo un ejercicio de cinismo no pueden entender cómo se puede hablar de desprecio, si toda la cultura propia es básicamente la represión de los instintos de puertas afuera, la vivencia doméstica de la perversión y la asunción de la derrota antes de cualquier empresa. Y así todo —sería uno no acabar—.
El 1 de Octubre fue un desbordamiento que la política catalana todavía no ha digerido. El 21 de diciembre, de hecho, es una constatación de la disciplina y persistencia de este desbordamiento, que pulverizó el mito de la participación: con alta participación, decía la cultura de la debilidad, kaputt. Pues no. El país es complejo, diverso y cabrón, pero es así porque es país. No se puede gobernar Catalunya sin tener esto en la cabeza. Pero la campaña electoral ya fue un intento de volver a meter el agua en la presa, de deshacer el desbordamiento.
Los hechos que van del 1 de octubre hasta el 29 de octubre —la hégira a Bruselas— son la manifestación ineludible de que la política catalana no era capaz de gestionar aquel desbordamiento de ninguna manera. Ahora se dice que hubiera sido mejor convocar elecciones en aquel momento y algunos lo defendían entonces: yo mismo, en el orden de mejor a peor, ponía las elecciones por delante de una declaración de independencia no defendida y por detrás de declararla y defenderla. Pero si todos somos honestos, no había solución perfecta: las elecciones para "ampliar el perímetro aprovechando el 1-O" tampoco podían dar ningún fruto real ni ser tan abrumadoras como lo soñaban, cínicamente o no, sus propulsores, porque hacía falta un nivel de entusiasmo y confianza en las instituciones y los partidos que, después del desbordamiento, era imposible de articular con los instrumentos que se nos proponían: los partidos hechos de promesas incumplidas, preparaciones inexistentes, competiciones soterradas, inmadurez internacional, y arrastrando toda la cultura política de la debilidad, camuflada de pacifismo sin nervio ni capacidad de sacrificio. Hubiera hecho falta una dosis de sinceridad y de verdad inédita en la cultura política catalana. Si no había instrumentos para liderar una declaración de independencia, tampoco había instrumentos para convocar elecciones. Por este motivo se hizo todo y nada al mismo tiempo.
El 1 de Octubre fue un desbordamiento que la política catalana todavía no ha digerido
Pero claro, llegaron los encarcelamientos y se nos metió un velo entre el mundo y los ojos. Y ante la amenaza concreta y real, tangible, ante el dolor objetivo e injusto, toda la farsa que había quedado empapada y desnuda por el desbordamiento recobraba por unas semanas su manto de silencio y hacía falta protegernos y mirarnos y tocarnos y saber que todo el mundo en casa estaba bien. Lo único que teníamos para articular la autodefensa eran los instrumentos, el vocabulario, aprendido durante 30 años: somos débiles, protejámonos con la superioridad moral de la víctima. Y a pesar de todo, el desbordamiento estaba en los ojos de todo el mundo, en el cuchicheo de las conversaciones privadas, en la autoorganización de miles de pequeños contratos sociales. Nunca había visto tanta gente mirarse al espejo y sentir que puede hacer política.
El 21-D confirmó el desbordamiento pero abrió un interrogante: si había reconciliación posible entre los partidos y la riada que expulsó a la policía, es decir, al Estado, el 1 de Octubre. Esto es: si la cultura política nacida en octubre podía crecer y ser o si las aguas volverían a la resa y bailaríamos de nuevo la melodía de los músicos del procés.
Creo que, más allá de detalles que ya se comentan en las crónicas y más allá de estrategias concretas, lo que vemos estos días es esta dislocación entre las prioridades de los partidos, su cultura organizativa —decapitada de líderes y destinos—, y el desbordamiento que se respira todavía en los exabruptos y la sed de dignidad real y salvaje que recurre las conversaciones privadas. Hay un intento, a ambos lados del conflicto, de devolver la discusión al cauce anterior, donde las palabras significan lo que siempre han significado, sinuosas, y donde el año 2017, de septiembre a noviembre, es una anomalía, una grieta en el programa. Quizás será posible arrastrar a la mayor parte de la gente hacia este viejo teatro, pero es viejo, se quiera o no, y ya es imposible no ver que es un teatro. Hay cosas que no se pueden desaprender y todos hemos visto momentos que no podemos dejar de ver.
La única manera de proceder es incinerar lo viejo para dejar espacio para lo nuevo
La única manera de proceder es incinerar lo viejo para dejar espacio para lo nuevo. Prender fuego a todo en una pira alegre y borracha, primero, y trascendente y circunspecta, después. Tardaremos más o menos en verlo y habrá que concretarlo más de lo que lo hace la retórica libre y cursi de este artículo —nos falta todavía el vocabulario y la perspectiva desde la cual decir—, pero habrá que entender que la realidad es el desbordamiento y no la presa: que una vez el agua ha bajado una vez ya siempre bajar.
Hará falta que muera lo viejo, que se apaguen los focos sobre personas concretas, claro, pero no necesariamente todos, siempre que la transformación telúrica de la libertad contra la autoridad anide también dentro de algunos de nuestros burócratas de la debilidad. Hace falta que entiendan que el impacto del 1-O no es solo hacia el presente, sino también hacia el pasado. La distancia entre la expectativa de un pueblo derrotado que se tenía que concentrar delante de los colegios agitando las papeletas como metáfora de sus almas impotentes, temblorosas y moralmente superiores, y la realidad de un grosor humano sensual y robusto poniendo átomos de carne y determinación neuronal al espíritu de libertad ante la certeza de las porras; esta distancia entre lo que se esperaba de nosotros y lo que fue es la misma distancia que hay entre la historia tal como nos la han legado —folkloritzada y derrotada— y la memoria del mundo y sus violencias, conquistadas con dignidad e inteligencia que nuestros cuerpos realmente encarnan. Somos la victoria porque somos la libertad —ya la fuimos, por eso la somos, seamos de donde seamos—. La tenemos en la lengua, en la arquitectura, en el entramado de las calles, en la geografía —incluso en la gastronomía que ve en el roscón del domingo una mera ironía—.
Hace falta que muera lo viejo para que nazca lo nuevo. Y por eso la discusión concreta de ahora está contaminada por el ansia de devolver el desbordamiento al vaso de agua —donde la burocracia espera poder guardar la dentadura postiza—. Govern ya o el pistolero de Bruselas. Ah, es que no se puede. Ah, es que Govern que cede de entrada no servirá para nada. Yo mismo me veo arrastrado por la corriente que nos quiere retornar al vaso y no sé como zafarme de ella. Y me siento delante del teléfono, en actitud de resistencia, y escribo al Whatsapp de mi amiga: "Yo lo que pienso es que tenemos que escoger entre rendirnos o no rendirnos. Si escogemos no rendirnos entonces tenemos que escoger una estrategia u otra: una que trate de evitar el conflicto o una que trate de encararlo. Si escogemos la de evitar el conflicto creo que el resultado es el mismo que rendirse. Si escogemos el de encararlo creo que cuanto más tardemos más posibilidades hay de que sea violento. Lo que no volverá es el statu quo de 2005. Así, como resumen esquemático". Y acabo agotado de proseísmo, de tratar de combatir el avance de la nada que se filtra entre las conversaciones más íntimas y me quedo vacío y sin concreciones. "¡Eso ya lo sé!", me dice después un amigo, "pero dime qué haremos". Y hay una viscosa desesperación de secretario judicial en su voz. Sé que lo viejo tiene que morir para que nazca lo nuevo y estoy dispuesto a aceptar cualquier incertidumbre que ponga en evidencia la dislocación y el delirio autoritario que quiere amordazarnos. Sobre todo, cualquier cosa que frene el intento de retornarme al estanque putrefacto y a sus chapoteos aceitosos. Y no pienso moverme ni un milímetro de la legitimidad y verticalidad que el pensamiento libre y sensual ha dado a mi columna vertebral, como vi a tanta gente hacer el 1 de octubre, cuando nadie sabía que estaba dejando morir lo viejo y abriendo espacio para lo nuevo —en un desbordamiento—.