Que en columnas y tertulias, con o sin micro, se haya empezado a hablar insistentemente de Barcelona y que se escruten los resultados del 21-D en la ciudad como si fueran las entrañas de un pollo, no es sólo el resultado del calendario y la constatación de que las municipales son las próximas elecciones.
Tampoco es sólo porque las entrañas del pollo dicen que, como en el país, la suma de los independentistas puede ser primera fuerza, y eso es determinante si no se conforman mayorías alternativas (como se ve en el poder que tiene la alcaldesa Ada Colau con 11 escasos concejales —la alcaldesa con menos apoyo electoral de la era 1978, con menos votos que los que sacaban los eternos perdedores convergentes contra el maragallismo). En el consistorio el alcalde es el más votado, si no hay una mayoría alternativa. Una mayoría alternativa que, tal como están las entrañas, dan a Cs poder de veto.
Falta ver si Colau puede convertir el poder en autoridad, en el debate que le es propio, después de estar atrapada durante meses en lo que le es ajeno. Mientras tanto, el pollo da esperanza a ERC, a pesar de hacer una oposición sin una idea de ciudad visible, pero es una esperanza pequeña, llena de carencias materiales y de traumas electorales. La suma postelectoral de ERC y la candidatura que utilice los espacios electorales que corresponden a la lista que se presentó en las elecciones del 2015 como Convergència i Unió pueden no ser suficientes para conformar una mayoría alternativa, pero con una candidatura conjunta, si no hay otra, podrían gobernar. Por separado, una victoria de BEC o de Cs podría ser suficiente para recoger la vara de la alcaldía.
A ERC quizás le interesa no cerrar la puerta a un acuerdo con Colau, ni que sea para apelar a los votantes de la frontera izquierda sin tener que crecer a costa de la CUP. A quien de entrada parece que más le conviene la lista unitaria es al mundo que Puigdemont ha conseguido agrupar bajo su bandera y al mundo surgido de las oleadas de simpatía que su imagen de outsider ha conseguido hacer brotar. De aquí me parece a mí que sale la pulsión para crear un SNP catalán, que ya es materia de discusión en columnas. Hay gente que ya se entiende lo suficiente, como para ir compitiendo cada elección —poder mandar, al fin y al cabo, une—.
Los partidos soberanistas han optado por repetir parte de los errores del pasado: desescalar en aquello fundamental y escalar en aquello simbólico
Pero no creo que todo eso solo explique por qué se habla de nuevo de Barcelona, ni por qué se habla en estos términos. Es porque después de la derrota de este otoño, los municipios, y Barcelona sobre todo, son el único lugar donde todavía se puede hacer política —tanto en la vertiente inflamada, ideológica y determinada, como en la más material, pecuniaria y feudal.
El reverso de esta verdad es que se asume que el Parlament ya ha llegado a su límite y no puede hacer nada más. El discurso de fondo de lo que somos o podemos ser será revisado por abogados penalistas. Y, si nada cambia, las sentencias de los encausados serán ejemplares, para escarmentar a toda una generación. El Govern se pasará la legislatura luchando contra la progresiva destrucción de su negociado mientras la escuela, la televisión pública, y cualquier política social o cultural formulada en catalán estarán bajo asedio permanente —hasta que los asediados se coman entre ellos, de hambre.
La pax autonómica se ha acabado y se ha evidenciado que era un modus vivendi y no una cultura política, como la guerra fría. Este otoño ha caído el muro, pero hacia al otro lado. Y, en respuesta, los partidos soberanistas han optado por repetir parte de los errores del pasado: desescalar en lo fundamental y escalar en lo simbólico. Todo el mundo ha asumido un ciclo largo, y la única salida que permite decir que se avanza es conquistar nuevos espacios de poder institucional, intercambiando intención por extensión. Tanto los discursos de campaña como los gestos que estamos viendo indican que no haremos otra cosa que proteger la autonomía de la que nos queríamos deshacer. Como el argumento es la violencia y todo el mundo tiene una espada de Damocles encima, como nadie parece dispuesto ni a pedir ni a ofrecer nada más que escaparse, ya sabemos que el resultado de este intento de proteger la autonomía acabará aceptando menos de lo que había. Toda alternativa a la aceptación es la violencia y la prisión.
Por este motivo, creer que Barcelona —y otros municipios— son un espacio a conquistar no es lo mismo que creer que Barcelona es capital. Saber que Barcelona es capital quiere decir entender el papel que juega a la hora de proteger y desproteger tanto a sus ciudadanos como a los del resto del país. Una Barcelona desesposada sería alguna cosa más que la coartada ideológica de las ambiciones geopolíticas y económicas de París y Madrid, que es lo que es ahora, con la legitimación cruzada que Carmena e Hidalgo ofrecen a Colau, mientras la ciudad y sus oportunidades son trituradas por la historia y se convierte en la playa de las termitas globales.
Saber que Barcelona es capital quiere decir entender el papel que juega a la hora de proteger y desproteger tanto a sus ciudadanos como a los del resto del país
Pero una Barcelona que sirviera para proteger a una clase política todavía sería peor: acabaría como la Generalitat —ocupada. La batalla de Barcelona se puede enfrentar compitiendo con el encuadre de Colau, que reproduce el del socialismo condal, incluso en los diarios que financia, o se puede enfrentar desatando la idea de ciudad que la ciudad misma propone.
Barcelona ganó en el siglo XIX porque supo aprovechar la primera globalización con memoria, talento y capital humano, perdió en el siglo XX porque no tenía poder ni demografía para competir con los totalitarismos. Todo el mundo sabe que sería hora de juntar memoria, talento y poder, pero los debates vuelven a empezar por no hacerse ninguna pregunta y acaban diciendo que tenemos que ampliar la base y controlar instituciones, y que nos tenemos que poner todos de acuerdo en eso, porque así si ganamos, habremos ganado. Una ciudad enrarecida en estos debates no puede producir la cultura que necesita para encarar la revolución que viene. Y si Barcelona no lo hace, el país se irá deshilachando porque, en este contexto, Barcelona ya sólo puede producir provincia o país. El poder tiene tres musas: el dinero, la soberanía y el territorio. He ahí la polisemia de la palabra capital, que también quiere decir que alguna cosa es esencial.
Pero Barcelona no es sólo capital de Catalunya, de la misma manera que Londres no es sólo capital del Reino Unido o Amsterdam de los Países Bajos —o Nueva York, que sin ser capital del estado de NY (lo es Albany) es la capital de tanto—. Barcelona tiene vocación de capital de un territorio y de un espíritu que va más allá del traspaís que la sustenta. De hecho, es esta supracapitalidad lo que la define y lo que de alguna manera define la historia de Catalunya. Desde el nacimiento político de la comunidad de habla catalana, Barcelona ha tenido que ser capital de condados y territorios, a ambos lados de los Pirineos, o Mediterráneo allá, pero no ha podido ser de manera vertical y jerárquica. Siempre ha tenido que negociar con los otros poderes, cosa que la ha hecho democrática y débil al mismo tiempo, y que lo ha hecho inútil como centro de poder con pretensiones absolutistas o centralistas. De esta debilidad y de estas virtudes, la Barcelona contemporánea ha hecho una especie de identidad, que por falta de mejor nombre, ha querido decir 'cosmopolita', palabra que hasta Jordi Amat utiliza acríticamente, y que los intelectuales del franquismo barcelonés han convertido en punto de fuga de su nostalgia. Pero el hecho es que Barcelona quiere ser capital, territorialmente, del espacio natural que ocupaba y que Pasqual Maragall quiso convertir en una euro-región, por falta de poder político; tratando de alcanzarlo disimulando, como siempre. Barcelona era la capital de Fuster y de Porcel, como ahora lo es de Mira y de Mesquida. Pero eso no es todo.
Una lucha entre la Barcelona pseudocosmopolita que trata de no molestar ni a Madrid ni a París y otra que trata de desligarse de esta subordinación negándole su carácter urbano y bastardo, es una batalla inútil entre gente que se disputa el poder para no hacer nada
Espiritualmente, Barcelona quiere ser capital incluso de un trozo de Madrid, de ínfulas iberistas, de un cierto intelectual europeo que sabe mirar tras los carteles oficiales y que no desprecia los cementerios, de una Sudamérica urbana y enamorada del París de la literatura y la pintura del XIX, de un cierto anarquismo moral, que permita desatarse el corsé del comedimiento, y del Mediterráneo occidental, marcando orden y aventura por encima del compás de Nápoles, Marsella, y que puede compadecerse (sufrir con) de los que huyen de África y de la orilla este porque la misma agua les toca los pies. Barcelona tiene este latido sobre la justicia universal porque no sabe encontrar su justicia histórica, concreta, material, pero tiene vocación de ciudad-refugio, donde se pueda pensar en la injusticia de todo tipo mientras se hace ingeniería robótica. Esta capitalidad moral quiere ser contrapoder de Berlín, quiere poder mirarse París con el desdén de quien sabe que tras el glamour y la belleza está la misma crueldad que en Madrid, quiere hacer negocios con Róterdam para mirar de poner las bases para competir con su puerto y su traspaís de canales. Esta es una auto-imagen que los barceloneses tenemos y que es lo que causa que haya vuelos diarios en NY llenos de turistas que cuando llegan, se sienten presos de una nostalgia de lo que no han vivido.
Esta auto-imagen no pasa de ser un narcótico en la medida que Barcelona esté subordinada a Madrid, tanto políticamente como culturalmente, que es lo que hemos ido viendo los últimos lustros con la degradación del socialismo barcelonés como único modelo. Por este motivo, algunos de los valores más arraigados de Barcelona acaban pudriéndose en un tipo de cinismo autocomplaciente, que se conforma en parecer cosmopolita o en parecer preocupado por la justicia universal, mientras vive una vida imitada, que copia las tendencias de los otros para disimular que no tiene propias. Por eso el turismo es de termitas, porque se les ofrece esta capitalidad como un pastel de merengue a consumir. Que Barcelona asuma su capitalidad potencial quiere decir que se haga independentista, y que Barcelona se haga independentista le permite articular los condados que hacen del Principado un lugar de poderes en conexión imponiendo, a cambio, una ambición más alta, más democrática, más orgullosa de su alma de diletante, de tuberculoso que quiere ir al frente, de marea que sube y baja amablemente, de creativo con mala leche, de empresario con retaguardia.
Una lucha entre la Barcelona pseudocosmopolita que trata de no molestar ni a Madrid ni a París y otra que trata de desligarse de esta subordinación negándole su carácter urbano y bastardo, es una batalla inútil entre gente que se disputa el poder para no hacer nada. Barcelona tiene que poder decir que la pulsión que lo alimenta, la que hace la curva y recta al mismo tiempo, empresarial y anarquista al mismo tiempo, sensual y racional, la que a todos nos llena los ojos medio embriagado volviendo a casa a pie una noche de primavera, es una Barcelona que existe porque se sabe capital y quiere poder.