El verano pasado, mientras cruzaba el estado de Nebraska en coche, escuché un programa de la radio local sobre el Apocalipsis. Era un informativo. Explicaban las noticias como síntomas del advenimiento del fin del mundo. Interpretaban los detalles a la luz de los signos que, según el Nuevo Testamento, indicarían que nos encontramos a punto a punto. Aquel día, los cristianos perseguidos por ISIS en Siria, el acuerdo entre los EE.UU. e Irán sobre proliferación nuclear, y la polémica sobre la compra-venta de partos de feto entre las clínicas abortistas de Planet Parenthood e institutos de investigación de todo el país eran signos claros de ello.
Desde Europa, este programa suena como mínimo pintoresco y seguramente una locura de fundamentalistas. Las resonancias que este discurso provoca se emiten en una frecuencia de onda muy por debajo de nuestras capacidades auditivas, y sólo oímos el discurso central, limpio, puro de aristas: vemos una fantasía llevada al extremo usada para interpretar hechos urgentes para los que en realidad no habría que apelar a ninguna escatología.
Pongo este ejemplo justamente porque se presta a la caricatura. Pero la gracia de este programa es que ofrece a sus oyentes un vocabulario que les es familiar --el del libro del Apocalipsis-- para explicar las noticias de cada día de manera tal que tengan valor y significado universal. Literalmente: de todo el universo conocido o desconocido. Y dentro de este universo, este vocabulario arregla las cuestiones de manera moral de más a menos urgentes, de más a menos graves, de más a menos significativas. La tesis que quiero defender en este artículo es que no hay ninguna diferencia esencial entre los oyentes de este programa y los que te quieren vender la moto de que eres un provinciano en nombre de la humanidad, el cosmopolitismo o la universalidad. De hecho, es muy posible que estos segundos sean peores.
Hay un libreto precioso del filósofo norteamericano Michael Walzer, Thick and Thin se titula, que explica una confusión muy común de nuestro tiempo. El pensamiento hegemónico de los últimos 40 años nos viene a decir que existe en todos nosotros una serie de mínimos morales que son universales, que todo el mundo los puede reconocer y que valen para toda circunstancia. Sería una especie de decencia natural que atraviesa a todas las culturas. Para saber en qué consiste esta decencia sólo hace falta que seamos racionales. Esta moral mínima es thin, o sea, delgada. A medida que crecemos y que nos relacionamos con los elementos de nuestra cultura, esta moral thin se va haciendo thick, o sea, gruesa. Se va engrosando. Se va enriqueciendo con las circunstancias de la vida, de la historia, y con cosas como la lengua, la religión, la identidad política, y etcétera. Es este engorde lo que dificulta que gente de varias culturas se entienda. Pero si aplicamos las normas de la razón seremos capaces de acceder a la moral thin, abstracta, y así nuestras preferencias thick, no interferirán en la paz y la justicia universales.
El libreto de Walzer, quien, por cierto, es socialista, explica dos cosas esenciales. La primera es que esta manera de entender cómo pensamos la moral es un error. La moral es gruesa desde el comienzo, integrada culturalmente, llena de ecos históricos y circunstanciales, y se revela delgada sólo en momentos especiales, cuando el lenguaje que utilizamos para explicarnos la moral lo utilizamos para algún propósito concreto, como negociar un contrato o pactar una política con nuestros adversarios. Pero que eso no significa que valga para todo el mundo y siempre, es decir, no quiere decir que sea universal, sino simplemente significa que las herramientas de la racionalidad nos son útiles para convivir cuando nos encontramos ante el conflicto de dos morales thick.
La segunda cosa que nos enseña Walzer es que cuando alguien te quiere vender una moral delgada como si fuera universal normalmente te está colando su moral gruesa con la excusa de que es racional. Normalmente estas morales delgadas y universales vienen cargadas de palabras más pesadas que la vida misma, palabras como libertad, igualdad o fraternidad, que intentan hacerse cargo de toda la humanidad al precio de devaluar tus amores concretos, a costa de los vínculos de confianza y los gestos de prestigio que has aprendido en el interior de tus comunidades, desde la familia hasta la gente que piensa como tú o tiene tu profesión en todo el mundo, pasando por los miembros del foro de internet sobre porno japonés que hace años que te hace compañía.
Otro filósofo americano, Richard Rorty, explica que estos supuestos universalistas plantean el problema central de toda política como una elección entre la lealtad o la justicia, de tal manera que nuestras opciones serían o bien ser leales a la familia, la tribu, la nación, el grupo religioso y etcétera, o bien ser justos, independientemente de la familia, la tribu, y etcétera. La justicia sería racional, abstracta, delgada, thin. La lealtad sería irracional, concreta, gruesa, thick. Rorty nos propone que lo pensemos todo en términos de lealtad y basta. Que entendamos que eso que nombramos justicia universal es sólo ser leales a un grupo mucho más grande de gente formado por toda la humanidad, y así podemos entender los conflictos políticos no como una batalla entre racionales e irracionales, o entre provincianos y cosmopolitas, sino como una negociación entre lealtades en competición, donde varios principios morales tienen cabida. Dar comida a una familia pobre que vive en tu calle es un sentimiento noble, pero si hay un holocausto nuclear, darlos el escaso comer que tienes puede ser interpretado como una traición a tu deber con tu familia. Proteger a un familiar que huye de la policía puede ser razonable, pero si para protegerlo un inocente es encarcelado, la lealtad se tambalea. Cuanto más próximo a ti sea este perjudicado, más difícil te será ser leal al familiar. Rorty no está preparado para decirnos qué opción es más moral, pero propone que dejemos de mirarlo como una competición entre justicia universal y lealtad, y lo veamos como una negociación de lealtades: a tu familia o a un grupo mayor: la gente que vive en tu calle. O a un grupo todavía mucho más grande: la gente que vive en tu ciudad. O a un grupo todavía mucho mayor: etcétera.
La principal diferencia entre la justicia y la lealtad es que la justicia se impone mientras que la lealtad se gana
Visto así, nuestros conflictos políticos toman otro cariz. La principal diferencia entre la justicia y la lealtad es que la justicia se impone mientras que la lealtad se gana. Nadie está tan loco como para decir que la justicia no se tiene que imponer, por eso hay prisiones y policías. Y por eso hay gente dispuesta a matar y a morir para no dejarse arrebatar derechos. Pero la justicia sólo tiene sentido imponerla dentro de un contexto general de lealtades ganadas. Un sistema judicial acompañado de una policía es sólo la cara impositiva de la moneda. Para qué funcione, la otra cara tiene que estar hecha de unas leyes y un gobierno que reflejen lealmente los consensos implícitos y explícitos de un grupo humano, y estos consensos son los que son porque la historia importa. Como importa el clima, o la geografía, o el imaginario, o el amor concreto que una cultura muestra por algunas cosas y no por otras. Los consensos son consecuencia directa de los vocabularios que utilizamos para arreglar nuestras urgencias, como lo era el libro del Apocalipsis para los oyentes de Nebraska. Y de hecho, es exactamente el mismo caso entre nuestros universalistas. Estos supuestos cosmopolitas expresan con sus vocabularios concretos, en este momento concreto de la historia, a partir de las relaciones de lealtad que tienen con amigos, compañeros de trabajo y familiares, una idea de justicia a la que denominan universal, pero que no es menos tribal que la de los oyentes de Nebraska, aunque los dos tengan la misma pretensión de abarcar todo el universo y de explicarlo todo. Os soprendríais de como de similares son las vidas de académicos de grandes ciudades de todo el mundo: leen los mismos textos, comen los mismos burritos, y tienen miedo de decepcionar a las mismas autoridades intelectuales. Son una tribu.
A diferencia de los oyentes de Nebraska, sin embargo, que tienen como fuente de autoridad un texto sagrado, los falsos universalistas creen que el contenido thin de su justicia tiene validez porque es racional -- y no como sucede con las lealtades provincianas, que son irracionales, fruto de la casualidad, y síntoma de una mentalidad menor. Pero como el siglo XX fue una carnicería de racionalidades, y como ni científicos ni filósofos ni poetas han conseguido ponerse de acuerdo al definir con cierta satisfacción qué recojones entendemos por eso que denominamos 'razón', en este tiempo nuestro de renuncias, los universalistas han concluido que racional es todo lo que sigue un determinado procedimiento de discusión. Nos dicen que si discutimos nuestras diferencias siguiendo ciertas normas de conducta, los argumentos fuertes derrotarán los argumentos débiles, y así iremos obteniendo una idea de justicia cada vez más refinada y cierta, al igual que hacen los científicos cuando quieren ir añadiendo conocimiento a un campo concreto. Contra esta noción procedimental, filósofos como Rorty o Walzer contestan que las normas del procedimiento ya responden de entrada a lo que se tendría que debatir en la discusión, porque son normas que imponen ideas concretas de libertad, igualdad y fraternidad, ideas concretas que son éstas y no otras porque en este momento histórico son estas las que tenemos y no otras, al igual que los amores concretos de los provincianos son éstos y no otros.
Que el discurso falsamente universalista es hegemónico se nota en nuestro debate político de cada día en la confluencia entre los argumentos de cierto cosmopolitismo de izquierdas que apela a los valores internacionalistas, al fortalecimiento de la UE, o a comparaciones con la xenofobia para negar el derecho a la autodeterminación de Catalunya, y la derecha que ha hecho de su interpretación autoritaria de la Constitución española su particular libro del Apocalipsis. Los dos grupos coinciden en que los favorables a la autodeterminación de Catalunya somos irracionales, provincianos y cerrados de mente, mientras que ellos son racionales, abiertos y tienen horizonte de universalidad. La confluencia en el uso de este argumento indica que estamos ante un instrumento de represión, y que los dos grupos lo usan para avanzar una manera concreta de ver el mundo, tan concreta como la tuya o la de un oyente de Nebraska. Esta es también la razón por la que expresiones como hiperventilado, cuckoland, o friqui se han puesto en circulación, o porque muchos de estos agentes viven más preocupados de iluminar al más excéntrico del grupo que de responder al argumento de fondo. Creen que así fortalecen el eje racional versus el tarado.
Eso no significa que todas las maneras de ver el mundo sean iguales o tengan el mismo valor, y que por el mismo precio, sea igual gato o liebre. Lo que quiere decir es que hay maneras y maneras de negociar estas discrepancias. Maneras mejores y maneras peores. Maneras que se hacen cargo del universo de la gente y maneras que lo ignoran o lo destruyen. Adaptando la terminología de Walzer y de Rorty, podemos decir que encontramos racionalidad cuando hay manera de conjugar varias perspectivas gruesas en un consenso delgado.
Pero esta conjugación se puede hacer de muchas maneras. Una manera es forzando a la gente a creer en cosas que no cree. Esta ha sido la manera tradicional que ha tenido el Estado español de tratar a sus minorías. Es una manera bastante común en Europa. Asimilar a la gente, conquistar sus corazones, destruir sus amores concretos. España no quiere aniquilar físicamente a los catalanes, quiere que sean entusiastas ciudadanos de la nación española. Quiere sus espíritus. Es también la manera de los universalistas, y explica cosas tan diversas como el Brexit o los independentistas de Hong Kong, que se encuentran en los dos casos con adversarios que los tratan de retardados localistas resistiéndose a la verdad universal de la UE o de China.
Otra manera es apelando a los intereses. Apelamos a los intereses para negociar las discrepancias cuando pensamos que el fondo de nuestras creencias, la dirección de nuestros amores, son irreconciliables. Entonces obtenemos, como mucho y si tenemos suerte, un modus vivendi, una forma de coexistir sin acabar de matarnos. Esta ha sido la postura del catalanismo clásico desde que los diputados de la antigua Corona de Aragón perdieron en las negociaciones de las Cortes de Cádiz de 1810 hasta el adelgazamiento decadente del autonomismo postpujolista. En ausencia de creencias comunes, intereses. El problema de esta postura es que a la larga, si sólo crees en intereses, no crees en nada, y acabas vendiendo la cultura y las redes de confianza a cambio de poder seguir negociando. Cada vez que quieres obtener un beneficio tienes que renunciar a un amor o un principio moral. Acabas como Barcelona: llena de manieristas del cinismo.
Pero apelar a las creencias y amores concretos y también a los intereses por deshacer discrepancias --la tercera opción-- equivale a sugerir que lo que da cuerpo a tu identidad moral de hoy --la red gruesa y llena de ecos que te sostiene-- puede ser la base para nuevas y suplementarias identidades morales. Es sugerir que lo que te hace leal a un grupo pequeño te puede ayudar a buscar razones para construir un grupo mayor, grupo en el que, con el tiempo, puedes llegar a ser tan leal como al pequeño. La diferencia entre la presencia o la ausencia de racionalidad, en esta tercera opción, es la diferencia entre la amenaza o la oferta; la oferta de una nueva identidad moral, en lugar de una imposición o de un modus vivendi amoral y hobbesiano.
Mirar de calcular estratagemas para fintar el amor que tiene España por su historia -cómo hace el procés- es no haber entendido de dónde proviene su fuerza
Esta tendría que ser la opción de Catalunya. Entender que sólo afirmando los consensos implícitos de nuestras culturas, sólo dejando espacio para el desarrollo de las creencias, y la conjugación de un espacio de discrepancias que apunte más allá del modus vivendi, podremos acercarnos al mundo con una oferta y con cierta fuerza negociadora. Las dos otras alternativas, la asimilación constitucionalista o el canje de intereses del catalanismo de siempre, son una forma de cierre: implica aceptar los amores de los otros, sus obsesiones y preferencias, como si tuvieran que ser de todo el mundo. Hace demasiado tiempo que en la relación con España no está presente la racionalidad entendida a la manera de Rorty i Walzer: la ausencia de una amenaza en la construcción de espacios morales. Apelar a las palabrotas universalistas para esconderlo --la libertad de los liberales estatistas, la igualdad de los socialistas, y la fraternidad de los federalistas-- es sólo esconderse las renuncias. Tratar de calcular estratagemas para fintar el amor que tiene España por su historia -cómo hace el procés- es no haber entendido de dónde proviene su fuerza y faltar al respeto a las creencias que dan forma a su identidad moral; jugar con fuego.
Aquella noche, en Nebraska, acampé en un parque natural junto a un lago. La gente pescaba y después cenaba el pescado, si habían tenido suerte. Cuando fui a pagar mi parcela, me di cuenta de que no había nadie al cargo. Había un cartel: "Honor System: tome un sobre, meta 15 dólares por noche, y déjelos en el buzón. Si no tiene billetes, envíelo a esta dirección una vez haya vuelto a casa". Que a pesar de la inminencia del Apocalipsis, este sistema funcione, -pensé mientras silbaba de camino a la tienda-, tiene que significar que incluso la felicidad eterna se gana en gestos muy concretos, absolutamente incomprensibles fuera de su contexto.