Pasada la hilera de turistas que hacen cola para entrar en el museo del memorial del 11-S hay la puerta principal de la Freedom Tower, el edificio construido para sustituir a las Torres Gemelas en el sur de Manhattan. Las plantas de la 20 a la 44 están ocupadas por Condé Nast, la empresa que edita, entre otros, Vogue, Vanity Fair, Wired y The New Yorker. También tienen Reddit. Se trasladaron allí en noviembre de 2014. La mudanza funcionaba como una metáfora: las calles y edificios que pertenecían a los bancos de inversión antes de los atentados ahora pertenecen a publicaciones, empresas de tecnología, agencias de publicidad. También se ha llenado de residencias particulares. La clase cultural de Nueva York, que se ve a sí misma como la más poderosa del mundo, ocupando el lugar simbólico del poder financiero: de un tipo de capital a otro. Y sobre todo una comunidad de gente que vive de una determinada manera en el centro de una de las ciudades más creativas del planeta, con formas de vida que se autodefinen como cosmopolitas, pero que yo veo replicadas con precisión tribal en centros exactamente exactos en otras ciudades del mundo.
Cuando se trasladaron, en el segundo mandato de Obama, todo indicaba que nada tenía que cambiar la jerarquía de estas ideas y de los individuos que la encarnan. La semana pasada, la revista The New Yorker publicó un reportaje titulado: ¿Los liberales, están en el lado equivocado de la historia? (La palabra liberal, fuera del manicomio español —magistralmente descrito por Gógol en Diario de un loco—, significa alguien a favor del sistema de derechos de Occidente y de la utopía kantiana de la paz cosmopolita. En EE.UU., además, designaba a la izquierda, al partido demócrata, hasta que llegó el socialdemócrata Bernie Sanders). El artículo habla de tres libros que cuestionan el fondo bienpensante de los sistemas liberales y acaba con una especie de defensa del liberalismo que no consigue escapar de los tópicos que los han puesto en crisis.
Lo reconozco enseguida: es David Remnick, el editor jefe de la New Yorker, desde hace 20 años (lo nombraron con 39 años, por cierto). Es el hombre que la ha convertido de nuevo en el referente mundial
Sólo con entrar al edificio lo primero que sorprende es que no existe un espacio abierto para orientarse en forma de gran recibidor. Hay una pared de mármol de más de 10 metros de alto y un guarda de seguridad cada 10 metros, vestido con traje y corbata, y un transmisor en la oreja. Ya nadie está seguro de nada. Te preguntan dónde vas. "A las oficinas de la New Yorker". Y te dan unas instrucciones, gira por aquí, ve por allí, hasta el fondo, y pregunta en el mostrador. En el mostrador te piden identificación, te piden hacerse una fotografía con una webcam, te piden pasar la bolsa por un detector, etc. La vida si embargo es siempre más fuerte y el sistema informático falla, y me dejan entrar igualmente sin haberme hecho la foto. Hay una docena de ascensores y unas pantallas táctiles donde marcas el piso de destino: 35. La pantalla te dice qué ascensor tienes que tomar, y una vez dentro, no hay botones. Ya empiezo a sentirme como Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí. Cuando las puertas están a punto de cerrarse y mientras comento con el periodista de Madrid que me acompaña que qué modernidad, un hombre entra en el último momento y se coloca en el fondo. Es alto y cuadrado, pero diría que la ropa le va ancha y que lleva los hombros caídos, como si pidiera perdón con el cuerpo. Cuando le miro la cara, dura y seria, me hago a la idea de que debe ser más bien displicencia o capacidad de encajarlo todo, porque lo reconozco enseguida: es David Remnick, el editor jefe de la New Yorker, desde hace 20 años (lo nombraron con 39 años, por cierto). Es el hombre que la ha convertido de nuevo en el referente mundial, la meca de todo periodista, el estándard que miran de copiar los repelentes y los resentidos de las provincias lejanas del imperio para justificar sus odios particulares sin ser conscientes del sistema de relaciones de poder que toda publicación defiende. La revista vende un millón de ejemplares cada semana, tiene centenares de miles de suscriptores digitales y cuesta 8.99 dólares en el quiosco (menos de la mitad en subscripción).
Cuando el ascensor llega a la planta 35, el reportero Ian Parker nos está esperando justo delante de unas pantallas que emiten imágenes decorativas. Sensación de lujo empresarial, de estética con pretensiones de futurismo. Todas las superficies brillan. Según cómo, podría ser un spa de barrio pijo. Es un diseño de interiores autoconsciente del papel simbólico de la empresa: son la tendencia. Nos dice que mejor charlamos en la cafetería, porque en las oficinas propiamente ni hay lugar donde charlar. El comentario me extraña hasta que, una hora después, paseando por las oficinas, compruebo que reina un silencio de biblioteca y si se habla es con cuchicheos. El silencio tiene una cierta belleza de profesionalidad, pero a medida que avanzas es también un punto asfixiante, como de pueblo que se controla los vicios por la vía de la represión de los afectos. Es un silencio aséptico. La cafetería es un espacio semicircular, todo ventanales, desde donde se ve el oeste de la parte baja de la ciudad, con el Hudson river y Nueva Jersey en el fondo, y la punta sur de Manhattan, con la desembocadura del río a lo lejos. Al ser la planta 35, no hay una visión por encima de los rascacielos, sino delante de ellos, cosa que permite apreciar los detalles de las fachadas y la parte grotesca de los gigantes arquitectónicos. Hay unas mesas con sofás de color crema para romper la charla, y unas butacas de color gris, encaradas a las ventanas, con un reclinapies y un biombo a ambos lados para tener soledad. Hay varios tipos de cafés y tés según el origen, y algunos manjares menores, que le dan un aire de Strabucks premium. Todos a los que miro llevan más de 1.000 dólares de ropa encima. Deben ser los de Vogue. Cuando nos sentamos en la mesa, todavía embelesado por el espectáculo de Tetris gigante que nos rodea, le digo: "No sabía que el periodismo daba tantos beneficios". Parker ríe y dice: "Bien, me parece que estas oficinas nos las dejaron muy baratas porque nadie quería venir a este edificio". Es un rumor que siempre se ha escuchado, aunque no he encontrado datos que lo corroboren. Parece claro que está costando llenar la Freedom Tower por el recuerdo tétrico que suscita y porque el edificio de 1776 pies (el año de la revuelta independentista norteamericana) parece un objetivo obvio para un segundo ataque. En el corazón del corazón cosmopolita del imperio late la guerra, todavía. El sistema de poder. Quizás por eso los propietarios decidieron evitar el nombre de Freedom Tower y ahora oficialmente se conoce como One World Trade Center, aunque no es un trade center como lo era antes de 2001. "Seguro que debe ser muy económico el alquiler", le digo, "más que el de mi apartamento de Queens". E inmediatamente, mientras él hace que sí y río, pienso que qué pereza que estemos jugando los dos al papel que nos toca: yo el de periodista de un sistema cultural pobre y subsidiario y él, el de reportero rico de la revista más sexi del planeta para un reportero.
"¿Crees que en España no hay ultraderecha porque está institucionalizada?", pregunta. "Bueno, las élites españolas no han perdido ninguna de las tres grandes guerras del siglo XX a pesar de pertenecer a los bandos perdedores", respondo
¿Después de responderle a sus preguntas sobre la situación política en Catalunya ("Crees que en España no hay ultraderecha porque está institucionalizada"? pregunta. "Bueno, las élites españolas no han perdido ninguna de las tres grandes guerras del siglo XX a pesar de pertenecer a los bandos perdedores", respondo), Parker nos explica pacientemente el proceso de hacer un artículo:
Normalmente, él le propone un tema a su editor (hay siete u ocho y cada escritor, en plantilla o freelance, en teoría trabaja con uno solo), el editor acepta y consensúa el tema y el calendario. El reportero trabaja el tema durante un par o tres meses. Después el texto pasa a manos del equipo de edición, que quiere decir que el editor puede descuartizar el texto en un proceso minucioso, en favor del estilo y de la claridad de contenidos. El proceso de edición de The New Yorker es una de las leyendas del oficio: unifica el estilo, y hace de los textos, vestidos ceñidos. El texto también pasa a manos del departamento de fact-checkers. Los fact-checkers comprueban que los datos que aparecen en el artículo sean correctos (nombres, fechas, y otros hechos, como: ¿es cierto que la ley que citas dice lo que dices que dice?), también comprueban que las citas que has puesto sean verdad, es decir, vuelven a llamar a tus fuentes y les preguntan si es cierto y preciso lo que has dicho, o te piden la grabación de la conversación, si es el caso. En The New Yorker, además, según nos explica Parker, realizan parte del reporterismo. Buscan más fuentes, más declaraciones, más citas, más material, o llaman para comprobar interpretaciones y hechos generales, y te lo hacen llegar para enriquecer el artículo. "Ya no sé qué haría si tuviera que escribir sin esta red de seguridad. Es el gran lujo de escribir aquí". Después, el texto pasa a los lingüistas, que pasan su rastrillo. Como referencia, hay que decir que en los medios catalanes no existen ni los editores ni los fact-checkers. En algunos casos, hay un poco de edición, pero siempre es de manera informal y no forma parte del proceso. Algunas excepciones a notar son Jot Down, donde sí hay, o El mundo de ayer, donde hay un diálogo con el editor, pero en ningún caso el nivel de detalle y trabajo que existe en el equipo de edición de la New Yorker y los medios anglo-sajones en general. Cuando un editor te llama normalmente es para hablar de censura. Una vez, en una comida con ejecutivos de un grupo de comunicación español, me preguntaron qué cambiaría si sólo pudiera cambiar una cosa de los medios del grupo. Y dije: un departamento de fact-checkers. Se escandalizaron. Tampoco les convenció que les explicara que a una amiga que trabajaba de fact-checker en el New York Times le había tocado más de una vez corregir los datos de las columnas del nobel Paul Krugman.
Tampoco les convenció que les explicara que a una amiga que trabajaba de fact-checker en el New York Times le había tocado más de una vez corregir los datos de las columnas del nobel Paul Krugman
Las oficinas son un espacio abierto hecho de mesas compartidas y cubículos de pared baja. Todo el mundo trabaja con Macs de sobremesa y pantalla grande. Sobre los escritorios del departamento de edición hay muchos libros amontonados, con papeles dentro, copias de artículos pintados, y todo de parafernalia personal: fotografías, plantas, trivialidades, pero no hay casi nadie trabajando: es un miércoles a las 12, la hora de comer. En el departamento de fact-checking sí que hay mucha gente trabajando con un ademán muy concentrado ante las pantallas. Los correctores, en cambio, trabajan sobre papel. Hay bastante standing-desks, mesas altas (con los ordenadores correspondientes) para trabajar de pie en vez de sentado. Hay una señora con un atril de madera y una luz potente enfocando un texto imprimido en el formato de columnas propio de la revista, que tiene un rotulador fino de color rojo en la mano y lee lentísimamente pasando el rotulador a pocos milímetros del texto. Un chico relee otro artículo lleno de correcciones y comentarios en lápiz. Hay una sala pequeña con un sofá y un cojín con un estampado de una portada de la revista, unos estantes con muchos premios periodísticos ganados en los últimos años, y una butaca. En la puerta se muestra un cartel con la tipografía de la revista (como todos los carteles con los nombres de cada empleado en su puesto de trabajo) que dice: "Sala de psicoanálisis". Le pregunto a Ian Parker si es broma. "Creo que sí". "Debe serlo", —digo— "porque la puerta es de cristal y no hay intimidad". "Supongo". Que tanto lo pueda ser como no es un buen resumen del espacio entre irónico y afectado propio del espacio cultural que la revista defiende. Los reporteros trabajan en despachos con puerta (en lugar de cubículos), pero con pared de cristal, y no están solos: cada despacho es para dos escritores. El de Parker está lleno de carpetas de color crema, archivadas con cierto orden, y muchos papeles extendidos sobre la mesa. La mesa está empotrada en la pared. "No tienes ventana", le digo, sorprendido. "No, pero veo el río allí al fondo y pasan barcos", mientras me señala la ventana a través de la redacción.
Saludamos a un par de escritores, un hombre rubio y barbudo y una mujer morena de origen colombiano, los dos menores de 35 años. La mayoría de gente que veo ronda los 30 años o menos. Muchos blancos, aunque también hay asiáticos y negros. Imagino que la capacidad que tiene la revista de no convertirse en un cementerio esclerótico y apestar a Brumel tiene que ver con el tipo de contratos que ofrecen. Los escritores en plantilla, como Parker, tienen contratos anuales, que se renuevan en septiembre. No sé cómo van los precios ahora, pero Dan Baums, ex-empleado de la revista, explicó hace tiempo (aquí), que antes del 2007, cobraba 90.000 dólares anuales para publicar 30.000 palabras el año. No es un sueldo espectacular, pero es The New Yorker, venía a decir Baum. Hay que sumar, claro, los costes pagados para realizar los mejores reportajes que hoy se pueden publicar y el ejército de editores al servicio de tu prosa. Siempre según Baum, para un artículo como freelance de 5.000 palabras le pagaron 7.500 dólares. Se ve que Rolling Stone le pagaba mejor: 3.5 dólares la palabra. Para comparar, por este artículo yo cobro 0.03 euros brutos la palabra. Pero es culpa mía por escribir largo. Lo hago expresamente: siempre he pensado que si el mercado del periodismo digital puede pagar entre 30 y 150 euros por artículo, significa que la mayoría de artículos tendrán la calidad de 30 euros a 150 euros. Si haces artículos que cuesten 500 euros de elaborar, te comes un mercado por el que nadie está compitiendo. Ya se ve que es un razonamiento de cultura débil hecha por kamikaces e ilusos.
Parker dice que acaba de terminar un artículo sobre un contencioso judicial entre dos mujeres acomodadas, expareja, por la custodia de un hijo adoptado. Los detalles del caso son jugosos porque explican bien los problemas de pensar las formas contemporáneas de vida y maternidad en un contexto en que el derecho de familia se adapta como puede y genera incentivos perversos. "El artículo lo tiene todo para encajar en The New Yorker". El último párrafo del artículo lo ha dejado en blanco, a la espera de que salga la sentencia. Mientras tanto, el equipo de editores empieza a realizar su trabajo.
Los escritores en plantilla, como Parker, tienen contratos anuales, que se renuevan en septiembre
Nos acompaña a la salida. Todo el pasillo está lleno de viñetas humorísticas enmarcadas con cuidado. Son uno de los grandes alicientes de la revista. Un amigo hace un año que trata de publicar una viñeta: debe presentar 5 o 6 cada semana. Ante la puerta de la planta 38, hay una cocina abierta, con una mesa de madera noble en el medio. Sobre la mesa, una veintena de libros de estos que hay en todos los diarios del mundo: los envían las editoriales para hacer promoción, pero no los quiere nadie, porque son malos. "Los ponen aquí para que se te quiten las ganas de escribir", dice. Mientras tanto, el hombre más viejo que he visto en todo el día se hace un té. Es un hombre negro, de pelo blanco hecho de rizos pequeños, despeinados, alzados hacia arriba, cubriendo sólo la periferia de su cabeza y la parte inferior de la mandíbula. Lleva unas gafas de pasta redonda, y va vestido con pantalones de traje, camisa y chaleco de colores verdosos y grises. "Es el editor de poesía", me dice Parker. Es la idea de editor de poesía que tiene la New Yorker. Si lo pones en una película te acusan de inverosímil, romántico y cursi. No me puedo sacar la sensación de que todo ocupa exactamente el lugar que tiene que ocupar en un sistema de pensamiento y una estética impresionantemente coherente. Es como pasear por un portaaviones. Un espacio tan fuerte y defendido con tanta violencia, que se puede permitir el lujo de la curiosidad sin pagar el precio de la confrontación.
De vuelta en casa, leo el ejemplar que nos ha regalado Parker (me ha sabido mal decirle que soy suscriptor y que no era necesario el gesto.) En la sección The Talk of the Town, un artículo habla del trumpismo en Europa, reforzando la grieta cosmpolitismo-nacionalismo, como siempre, ciega al nacionalismo que la propia revista defiende. Otro artículo se burla con gran delicadeza de la obsesión de la Gwyneth Paltrow por las vitaminas y la medicina alternativa y orgánica, sobre la que la actriz ha construido una empresa. Es un breve reportaje empático y cruel, como lo es el buen periodismo, que explica bien la parte ridícula de nuestro tiempo, pero sobre todo describe los límites del universo que comparten los lectores y los periodistas de The New Yorker, hasta el punto de que parece una broma interna, y por ello hace gracia sutilmente. Un votante de Trump no entendería nada. Y el tercer artículo de la sección describe una cena solidaria de manhattanitas clásicos en contra de la política migratoria de Trump, donde se sirvieron platos tradicionales de los países de los que se ha restringido la inmigración, a 150 dólares el cubierto.
A pesar de esta sensación de caricatura lujosa que no me puedo sacar de la vista, y quizás porque The New Yorker es mi imaginario, tengo la impresión de que es el medio que mejor se está adaptando al golpe psicológico que las grietas del mundo liberal han provocado en la inteligencia de las élites occidentales. Parece que han puesto la potencia de su arsenal al servicio de escuchar qué está pasando y no sólo a reforzar los prejuicios que ya llevaban de serie. Quizás es tan solo que la diferencia entre ellos y el mundo que conozco es tan grande, que sí soy Martínez Sòria llegando a la capital. O quizás su fe en el poder que tienen es tan alta como la Freedom Tower. Al menos, no parece que se hagan los inocentes.
Por cierto, nadie sabe si la revista da beneficios. La hipótesis habitual es que no, pero que al grupo Condé Nast le conviene tener el portaaviones patrullando los mares.