Organizaron la peor versión posible de un referéndum, y la gestión de la preparación y de los resultados ha incinerado la idea refrendaria para una buena temporada, sino para siempre. De hecho, las insuficiencias del 1-O son en parte consecuencia de todas las desconfianzas creadas por el uso partidista de la idea de consulta que se hizo en el 9-N. Hasta que la policía no empezó a pegar, era imposible saber si se estaba legitimando un derecho universal o una hegemonía electoral particular y los sueldos que se derivan.
La declaración de independencia del 27-O quemó la idea de una declaración para mucho tiempo, sino para siempre. Se podría no haber hecho, e ir a elecciones y pagar el precio, o tratar de venderlas, para preservar la idea. O se podría haber tratado de hacerla de verdad, ni que fuera para bloquear el escenario en defensa de un derecho universal —la autodeterminación. Pero todo el mundo estuvo más pendiente de proteger su espacio electoral, y es en competición con los otros partidos independentistas que se tomó la peor decisión: la que quemaba la idea y sus impulsores.
La manera ridícula y cobarde de defenestrar a Puigdemont ha calcinado el prestigio de la presidencia de la Generalitat y la (buena) idea de restituir un gobierno ilegalmente destituido por macarras. La creación de chiringuitos en Bruselas pensados para legitimar el asesinato de Puigdemont erosionan para nada la legitimidad del Parlament y la Generalitat de Catalunya —que, por mucho que esté al servicio de la unidad de España, es la única autoridad pública surgida de la voluntad de los ciudadanos de Catalunya.
La política catalana lo trincha todo. Coge cualquier idea, por buena que sea, la degrada a la versión más lamentable posible, la pone al servicio de los intereses electorales sin dejar ni una migaja al servicio de los intereses políticos y entonces la quema para siempre. Y cuando digo intereses electorales lo contrapongo a los intereses políticos, porque no hablo de las normales ambiciones políticas y personales del juego democrático: hablo de la simple necesidad de controlar el corral para poder ir comiéndose las gallinas. Todo eso la política catalana lo hace en un contexto de acoso tan inexorable que uno se encuentra siempre atrapado entre defender o malas decisiones o decisiones malignas. El resultado es que no solo la política catalana no ofrece ningún incentivo para entrar —cuántos prestigios, carreras y vidas se han calcinado ya?—, sino que ni siquiera ofrece incentivos para proponer alguna idea nueva que pueda solucionar algún problema, por concreto o general que sea. Se corre el riesgo de que las ideas sean escuchadas, utilizadas y quemadas para siempre. Y para nada.
La política catalana lo trincha todo. Coge cualquier idea, por buena que sea, la degrada a la versión más lamentable posible, la pone al servicio de los intereses electorales y entonces la quema para siempre
Todo parece indicar que la gente nueva que ha entrado en el Parlament este diciembre serán pasados por la misma trituradora que ha operado los últimos meses y que se encontrarán —ya se encuentran— en la disyuntiva de defender cosas absurdas con argumentos refinados o bien enfrentarse sin ninguna fuerza mediática o económica a los estrategas de los aparatos de los partidos —tan desorientados y decapitados que ya solo saben defender su trozo con una versión descafeinada y barata del cinismo que presuponen que hace falta en estos casos—. Es un triste espectáculo porque hay gente que tiene talento y dignidad, y que participa tratando de hacer algo de provecho que se alinee con sus ambiciones personales —un cóctel perfecto—, pero que se ve de cabeza a la trituradora sin saber cómo frenar.
El principal problema de este contexto no es que la generación actual de políticos parezca que esté camino de la trituradora. El problema principal es que no hay nada que indique que si viene una nueva no se vea abocada a la misma suerte. Hemos expulsado de la política catalana la posibilidad del error y la enmienda. Como los errores son jugadas maestras, las acciones malintencionadas son accidentes, y el cinismo es condescendencia, nunca puede haber ni aciertos, ni acciones bienintencionadas, ni el mínimo de honor que hace falta para hacer lo que crees en el momento preciso en que tienes que improvisar una solución creativa. La gente que organizó el referéndum con verdadera determinación, la gente que trabajó incansablemente para ir a una declaración de independencia mínimamente afilada —o para evitar el ridículo sin cinismo—, y la gente que ha tratado de hacer que la idea de restitución tuviera un valor real, —es decir, gente que ha fracasado con nobleza y que, por lo tanto, puede ser fuente de éxitos— van en la trituradora igualmente, sin distinciones.
La trituradora durará todavía una temporada, acabe como acabe el vodevil de la formación del Govern. Pronto la trituradora se derramará fuera de la política catalana estricta, hacia el periodismo, el mundo cultural y la economía que les rodea: los gestos intelectuales que tratan de poner un poco de luz en lo que pasa, como si tuviera una lógica normal, o que tratan de justificarlo, ya parecen histrionismos de mal actor de telenovela. Por último llegará a la buena fe de la gente y la convertirà en algo amargo y autocompasivo.
Quizás es lo único que nos puede salvar: que se trinche todo. Pero lo realmente dramático de todo es que el campo asolado que puede quedar al final quizás no será tan radical y patético como para causar una catarsis, sino una forma menor de vida pública, que nos permita arrastrarnos durante treinta años sin saber exactamente qué pasa. Quizás no, quizás todo el mundo empieza a sentirse demasiado incómodo en el cartón piedra del post-pujolismo.
La trituradora es la razón por la que conozco a tanta gente que tiene más ganas que nunca de hacer algo y al mismo tiempo se resiste a ofrecer sus ideas, sus horas y su talento a nuestra esfera pública. La trituradora empieza a hacerse visible de una manera tan ineludible que, para preservar las soluciones, mucha gente que participa de la vida política surgida estos últimos años prefiere no compartirlas con los actores de la política catalana. Aunque no lo parezca, es la primera señal que veo en meses que me hace ser optimista. Se abre un espacio.