Cuando ayer leí la noticia del mecánico de Reus, Jordi Perelló, a quien se le acusa de delito de odio por negarse a arreglarle el coche a un policía nacional "por principios", enseguida pensé en el silencio espeso que a veces rodea las conversaciones que los amigos de Clara Ponsatí tenemos por teléfono o por Skype, o en la cantidad de gente que me dice que no vuelva nunca a Catalunya —o, al menos, en una buena temporada—.
La pareja del agente en cuestión, que es mosso d'esquadra, primero lo amenazó por teléfono y después se personó, a hacerse el chulo (según la versión del mecánico). Más tarde, una pareja de mossos fue y lo identificaron. Finalmente, lo citaron en comisaría y han enviado el caso al juzgado de guardia. Se le acusa de incitación al odio.
Parecería que el tema a discutir sea si un mecánico tiene derecho a no arreglarte el coche, y si tiene derecho a decir que se niega por principios. Pero esta no es la cuestión. Todo se resume, en realidad, a la alegría con que los agentes de la autoridad, piedra angular del monopolio de la violencia del Estado, se dedican a acosar a un mecánico. Servidores públicos armados que pretenden usar el ordenamiento jurídico y el poder que su autoridad les confiere para acojonar a quien se oponga, convirtiendo las normales relaciones civiles, con más roce o con menos roce, con más razón o menos, en relaciones de violencia y miedo. Un delito de incitación al odio contra la policía es el resumen de cómo tenemos a la gente desamparada, en manos de matones.
La extensión de la cultura autoritaria siempre empieza por los gestos pequeños, en los miedos extendidos como hábito. Las agresiones fascistas en las calles, tan habituales mientras estuvieron los piolines por el país, y los insultos y ataques que cada día recibe mucha gente por llevar un lazo amarillo en la solapa, forman parte de este mismo ambiente de impunidad. No deja de ser igualmente significativo que en el momento en que el Estado miró de chulear con porras, cascos, amenazas y monarcas, que estaba dispuesto a utilizar la violencia para defender la unidad de España, las banderas españolas se multiplicaron en los balcones: no es exactamente la unidad de España lo que se defiende —o no sólo—; es también una celebración del poder sobre el adversario. Una forma cobarde de presumir del músculo represor ante la incapacidad de aceptar la realidad en libertad.
No es exactamente la unidad de España lo que se defiende —o no sólo—, es también una celebración del poder sobre el adversario
Cuando Clara se marchó a Bruselas, los amigos nos llamábamos por si alguien sabía dónde estaba y cómo estaba. Todavía lo hacemos. Si alguien ha hablado, si alguien se ha escrito, tratamos de comunicárnoslo. Pero siempre hay un momento en que yo digo alguna cosa un poco pasada de rosca, o quizás simplemente explico un detalle cotidiano con significancia política, y mis interlocutores, en el otro lado de la pantalla del Skype, me dicen: "déjalo estar, no hace falta que comentes eso". La asunción es que hablando la ponemos en peligro y nos ponemos en peligro. La asunción, quizás paranoica, es que nos escuchan y fiscalizan. Da igual si es razonable o paranoico porque importa que es un pavor que se va volviendo hábito, vicio y modus vivendi. Y poco a poco nuestras conversaciones se llenan de sobreentendidos, de silencios espesos y asfixiantes.
Es el mismo terror racional que hizo que mi amiga me escribiera para decirme que vigilara con los tuits, que todavía me empurarían. O la nueva costumbre de borrar las conversaciones que se tienen por escrito. Incluso académicos extranjeros me piden que si les tengo que decir alguna cosa controvertida sobre España, no lo haga por e-mail: "Tu correo está intervenido seguro", me decía un suizo el otro día. O la anécdota que explicaba un médico hace una semana en un grupo de Telegram de un CDR: "Nos tendríamos que llamar republicanos y no independentistas —nos decía— porque así nos evitamos que nos digan que somos unos radicales, como me han dicho de malas maneras hoy en una reunión por llevar el lazo amarillo". Todos conocemos casos concretos de pequeñas vejaciones, el caso del mecánico sólo es excepcional porque la impunidad autoritaria encuentra su pulso en los hombres y las mujeres que tienen la potestad de empurarte si los contradices, y ahora se han encontrado con que el Estado lo ampara y celebra. Que el mecánico haya plantado cara es un milagro y una muestra de que el honor sigue siendo un motor de libertad, aunque no esté de moda decirlo.
Una nación es una red de complicidades y de solidaridades, y el autoritarismo español busca romperlas, empujarnos a la soledad del terror cotidiano
El mecánico de Reus es un ejemplo porque actuó de manera moral, sin cálculo político, y dijo basta sin aspavientos: "Le dije que no le arreglaría el coche porque a partir del día 1 de octubre decidí que no atendería a agentes de la policía y de la Guardia Civil, que posiblemente ella era buena persona, pero que el silencio que habían tenido los hacía cómplices y en mi casa no eran bienvenidos".
Nuestra política vive atrapada en el debate de si hay nada que se pueda hacer para parar el autoritarismo del Estado, o si la única actuación sensible consiste en buscar la manera de no encabritarlo. Pero como demuestra el auto del viernes que acredita el Honorable conseller Joaquim Forn como preso político —o como demuestran las citaciones judiciales a todos los líderes políticos independentistas, o como demuestran las incontables semanas de prisión preventiva de Cuixart y Sànchez, etc.—, el autoritarismo se alimenta de la debilidad, no de la provocación. Los ciudadanos no tendrían que estar solos plantando cara, atrapados en dignidades individuales, sin poder salir de ahí.
La protección que los catalanes merecen hoy sólo puede venir de los gestos políticos de quien está al frente. En la medida en que, como dijo Marta Rovira y como sabemos que dicen en privado muchos otros, los cálculos procesales formen parte de la estrategia política, se condena al mecánico de Reus a vivir con miedo. Se lo usa de carne de cañón en primera línea y se le contaminan, a él y a todos nosotros, los gestos que hacen posible una vida digna. Una nación es una red de complicidades y de solidaridades, y el autoritarismo español busca romperlas, empujarnos a la soledad del terror cotidiano y del cálculo meramente personal, para inscribir el castigo sobre cada uno de nosotros por separado.
El deber de los partidos políticos no es apaciguar el conflicto, confiando en la clemencia razonable de la autoridad. Su deber es poner el conflicto en el centro de la escena, iluminarlo, describirlo, atraerlo sobre ellos mismos. Dejarse de soluciones efectivas que sólo hacen más efectiva la dominación, y ponerse al servicio de hacer emerger la represión nacional por lo que es: una ocupación. Dado que no hay ningún margen para la retirada, estad a la altura, como mínimo, del mecánico de Reus.