Jordi Porta i Ribalta (1936-2023) es uno de los referentes imprescindibles para entender el compromiso catalanista, primero, y después independentista de una parte muy importante de nuestro país. Un accidente, el pasado sábado, en el camino de ronda de Sant Feliu de Guíxols a Tossa, cierra una vida determinada, llena de esfuerzo y superación, de generosidad y, sobre todo, de construcción de complicidades siempre a favor del país y de su gente.
Porta, padre de Laia y Mireia y marido de su querida Viki, deja un legado inmenso en el campo de la gestión y el activismo social y cultural. Hijo de familia numerosa, crecido en plena posguerra, combinó sus estudios de bachillerato y posteriormente los primeros años de universidad en la Facultat de Filosofia i Lletres con el mundo del trabajo como representante de comercio.
Su compromiso social y nacional se inicia en los Minyons Escoltes, movimiento estrechamente vinculado con la Iglesia de los años cincuenta y sesenta. El espíritu de reforma y compromiso social de la Iglesia que representa Juan XXIII y posteriormente Pablo VI y, de manera especial, todo el proceso del Concilio Vaticano II, lo marcó profundamente hasta la actualidad.
En los años sesenta entra en contacto con Josep Maria Vilaseca, abogado del Estado y hombre clave en el mundo del derecho civil catalán y particularmente en el ámbito de las fundaciones, y su mujer Teresa Roca, promotora cultural y de enorme sensibilidad social, vinculada a la empresa Roca. El matrimonio Vilaseca-Roca fue probablemente el referente indispensable que permitió a Jordi Porta proyectar su talento como gestor y activista social y cultural.
Porta disfrutó de una beca de la Fundació Jaume Bofill (creada en 1968 por el matrimonio Vilaseca-Roca) para completar sus estudios de Filosofía en París. Desde allí vivió en primera persona los hechos de mayo de 1968. El encarcelamiento en 1971 de quien fuera el primer director de la Fundació Jaume Bofill, Fèlix Martí, a raíz de la creación de la Assemblea de Catalunya, provocó el retorno precipitado de Porta de París para asumir la dirección de la Fundació Jaume Bofill.
Sin ninguna ambición personal y sin ninguna pretensión de magisterio intelectual, la vida pública y privada de Jordi Porta ha sido inequívocamente un magisterio que, directa o indirectamente, ha marcado a muchas personas y, sobre todo, ha sido y es imprescindible para interpretar el papel de la sociedad civil en Catalunya
Durante 30 años (1971-2001) Jordi Porta dirigió la Fundació Bofill con una mirada estratégica orientada a salvar los básicos del país y, a su vez, generosa y comprometida con la riqueza y el potencial académico y social de Catalunya. Desde la discreción que siempre caracterizó la actuación de Jordi Porta se pusieron los cimientos, desde la Fundació Jaume Bofill y bajo su dirección, de muchos proyectos en el ámbito de la investigación social y de la acción cultural. Son muchos los organismos —algunos públicos, otros privados, algunos del mundo universitario y muchos del tejido asociativo— que vieron la luz y encontraron viabilidad a lo largo de los años setenta y ochenta gracias a la visión y la manera de hacer de Jordi Porta y los recursos de la Fundació Bofill.
Él estaba especialmente orgulloso de la contribución hecha en el Congrés de Cultura Catalana, el año 1976. Pero la lista sería interminable y en muchos momentos nos encontraríamos delante de lo que podríamos definir como auténticas estructuras de país en el ámbito cultural, académico y asociativo.
Jordi Porta fue, al lado de Fèlix Martí o de los ya también fallecidos Ricard Torrents o Enric Casassas, impulsor de la Associació per les Noves Bases de Manresa, con la voluntad de relanzar de nuevo a finales del siglo XX el catalanismo social y político soberanista.
Su compromiso con Catalunya lo llevó poco después de dejar por jubilación la Fundació Jaume Bofill a asumir en 2002 el reto de modernizar Òmnium Cultural. Fue presidente de la entidad desde el 2002 hasta el 2010, convirtiéndose en la rótula imprescindible para transformar una asociación histórica creada por una parte de la burguesía antifranquista catalana con el objetivo de salvar la lengua en una asociación capaz de interpretar el latido de la sociedad catalana del siglo XXI, también en sus aspiraciones políticas de convertirse en un estado independiente. Sin su presidencia es imposible entender el nuevo papel que Òmnium Cultural ha tenido esta última década. La desaparecida Muriel Casals lo sucedió, después de haber ocupado la vicepresidencia de la entidad.
La función de síndic de greuges de la Universitat Autònoma de Barcelona (2000-2009), la presidencia de la Fundació Enciclopèdia Catalana o la del Centro Unesco de Catalunya, son ejemplos de la estima y el respeto que la persona de Jordi Porta despertaba en mucha gente.
Autor de varios libros, el más relevante es Anys de referència (Columna, 2010), un ensayo que aporta luces sobre las vivencias de la década de los sesenta y setenta, con el mayo del 68 como epicentro de la reflexión.
Probablemente, uno de los reconocimientos más valorados y sentidos por él fue la de devenir doctor honoris causa que la UAB le concedió en 2013. Antes también fue reconocido con la Creu de Sant Jordi.
El legado de Jordi Porta es inmenso. Desde la discreción. Desde su bondad. Sin ninguna ambición personal y sin ninguna pretensión de magisterio intelectual, la vida pública y privada de Jordi Porta ha sido inequívocamente una enseñanza que directa o indirectamente ha marcado a muchas personas y, sobre todo, ha sido y es imprescindible para interpretar el papel de la sociedad civil en Catalunya y, también, el impulso, la renovación del catalanismo y su evolución hacia el independentismo. Estoy seguro de que su valía crecerá con el paso del tiempo.
Descansa en paz, querido Jordi.