Preciados lectores,
Si estáis leyendo esto quiere decir, claro está, que la paloma a la que he entregado este texto ha hecho uso de sus alas para hacéroslo llegar. No puedo decir lo mismo. Estoy cautivo desde hace tantos años que algunas noches, cuando miro el claro de luna por la ventanita de la celda, pienso que ya ni recuerdo cuánto tiempo llevo encerrado aquí. A menudo, como si la malaventura me hubiera levantado el seny, confundo a mi secuestrador por un amigo o un compañero. Tanto que quizás dentro de un tiempo habrá alguien que, en vez de hablar del síndrome de Estocolmo, hablará del síndrome Carner. Él se llama Jaume y explica a todo el mundo, cuándo le preguntan, que es mi albacea. En realidad, sin embargo, es el teniente coronel Coll, el hombre fuerte del R.E.C (Real Ejército Carneriano), la fuerza militar que yo mismo, años ha, creé con mi poesía.

Según él, también, hasta el 2050 mi libertad depende de su medida. Con una vocecilla que cada día es más de pájaro herido, me jura que la mejor manera de ayudarme a ser una gloria eterna es teniéndome clausurado aquí, pero ya hace décadas que anhelo salir y entrar en las casas de los otros. Si mi amigo Josep Pla es quien es, en parte, es porque todo el mundo tiene algún volumen de su Obra Completa en el mueble del recibidor. ¿Quién puede tener mi Poesía 57 en la estantería del despacho, en cambio, si hace treinta y dos años que no se reedita? Yo le pido al teniente coronel salir a cantarla, a decirla, a explicarla a los nuevos jóvenes que no me conocen, pero él dice que no, que lo tiene que hacer él, solo él, y que eso lleva mucho trabajo.

Siempre dije que me gustaría hacerme viejo dentro de una ciudad con unos soldados no muy de verdad, pero no esperaba pasar décadas envejeciendo así, cautivo de un militar de pixarrí. No va con pasamontañas, ni un chaleco verde de color ciprés, ni tampoco me tira la comida por un agujerito de la puerta, sin embargo, ya que mi captor no es como los secuestradores de las películas, sino justo al contrario: se sienta largas horas conmigo para preguntarme tantas cosas como le sean posibles e incluso, a veces, juguamos al 'tresillo' mientras comemos cacahuetes. Es su habilidad. Como lo veo trabajar incansablemente desde hace décadas y las noches de tormenta sufro el síndrome Carner, además, a veces pienso que su manera de apreciarme es protegiéndome.

Cuando la lluvia cesa, sin embargo, me doy cuenta de que protegerme no puede significar privarme de llegar con facilidad a otras personas que no sean él, ya que esta es mi desdicha: que por su culpa me sea imposible dejarme ver en las librerías del país. Así es difícil encontrar ningún anzuelo poético al cual me pueda aferrar, como comprenderéis. A veces, una vez cada cinco o diez años, me permite salir al patio unos minutos para respirar aire puro, pero sin que me pueda ver casi nadie. Y sobre todo, sin desligarme de las cadenas que llevo a los pies desde el año 1986, que es cuando el golpe de estado del R.E.C implementó el nuevo régimen con él como gran sátrapa. Al principio me cuidaba tanto que me hacía vivir como un rey, o mejor dicho, a cuerpo de príncipe, pero de un tiempo a esta parte me maltrata y me olvida. Me promete cosas que después no cumple. Me regala esperanzas que al cabo de poco, por desgracia, se las lleva el viento.

El otro día, por ejemplo, me sacó a pasear un momento, porque han salido dos tomos míos inéditos y había que hacer ver que la cola todavía se mueve, pero pocas horas después ya me volvió a encerrar aquí, donde este olor de humedad y de enrarecido me mata los bronquios. La gente cree que la eternidad de los poetas huele a libro viejo, pero en realidad hace el mismo hedor que el zulo de aquella farmacéutica de Olot. Suerte del televisor, que está encendido todo el día, y me permite entretenerme y saber cómo va el mundo. Es el único consuelo que me queda, aparte de esta letra que espero que leas y, claro está, del intento de liberación perpetrada hace un mes por Norbert Planagumà, el subcomandante de la M.C.P. (Milicia Carneriana Popular). Su empresa, a pesar del aviso en el diario Ara por medio de un libro de versos satíricos, no fluctuó. Como mínimo, sin embargo, sé que hay resistencia.

Si tú formas parte de ella, lector amado, te pido que escuches mi clamor desesperado y me ayudes a liberarme. Necesito que resucites un ánimo antiguo en mí: el de la poesía hecha verbo, hecha juego, hecha vida. Aquí, encerrado como de vez en cuando me encuentro, la poesía no se mueve, ni late, ni tiene voz. Humildemente, pues, pienso que no está en juego mi libertad, sino más bien la dignidad de toda una literatura nacional, por eso oso preguntarme: ¿que es que ninguna institución, Departamento del gobierno o colectivo no puede negociar con mi captor para hacerle entender, él que en eso es ciego, que no hay manera más sana de amar a alguien que ofreciéndole libertad? Solo deseo eso: volver a ser el príncipe de los poetas y dejar de ser el rehén de un albacea.
Con afecto y estima,
Josep Carner
Príncipe cautivo de los poetas catalanes