La noche del 13 de mayo de 1961 no hace muy frío, las butacas de color mandarina del Teatro Lírico estan llenas y todo el mundo, en vez de mirar el telón todavía bajado, gira la vista como una jirafa hacia la puerta de entrada para ver la llegada de Josep M. de Sagarra. El escritor más conocido del país, sin embargo, parece que no acaba de llegar. Entre bambalinas, Isabel Dalmau se ajusta el vestido que por un día la convertirá en Caterina y caza la mirada al vuelo de Ramon Comes, que esta noche se llamará Claudi porque se ha atrevido a hacer de protagonista en El café de la marina. Por primera vez después de la guerra, el grupo de teatro amateur del barrio vuelve a los escenarios para representar una obra en catalán, pero cuando ya pasan quince minutos de la hora prevista la función aún no ha empezado. El público, impaciente, murmura mientras sigue mirando hacia la puerta. En el escenario, nervioso, el director Andreu Domènech da las últimas indicaciones a los actores. Además, también les comunica una mala noticia: el señor Sagarra me ha dicho que finalmente no podrá venir, dice. Sebastià, que regenta el colmado de la plaza y ha ido tirando gracias al estraperlo durante media posguerra, le recrimina que es una fachenda, pero Mingo, que esta noche ha tenido que cerrar el bar, dice que el público no tiene ninguna culpa y que la obra se tiene que representar igual.

Mientras todo eso pasa, en el otro lado del televisor hay un niño de once años que se lo mira impaciente e interesado, al lado de su madre, al igual que mira cada miércoles Temps de silenci en TV3. El capítulo de hoy es diferente, sin embargo, porque resulta que todo el mundo espera ver al señor que él también ha deseado ver centenares a veces: Sagarra, el hombre que bautiza el salón de actos de su escuela, los Jesuitas de Casp. Hace tres años, por la función de teatro antes de fiestas, le tocó recitar El poema de Nadal y la maestra, que se llamaba Rosa, le dijo "lee en voz alta como si el mismo poeta te estuviera susurrando el texto al oído". El poeta, sin embargo, tampoco apareció nunca, al igual que pasa dentro del televisor. Días antes la misma maestra había explicado a toda la clase que aquel tal Sagarra, mucho menos famoso por los chiquillos que Rivaldo o el Tomàtic, era uno de los exalumnos más importantes de la escuela y había narrado, como si se tratara de un cuento, que en plena Guerra Civil se había tenido que largar para evitar que lo mataran, tanto los de un bando como del otro, como si tuviera una doble vida: un coche oficial de la Generalitat, de noche y lleno de hombres armados, lo había pasado a recoger en el Port de la Selva para llevárselo junto con su chica Mercè hacia Francia. Una vez allí, tres meses después y ya casados, se acabarían marchando como dos fugitivos enamorados hacia Tahití, donde él escribió un libro denominado La ruta blava.

Si Sagarra rompió la cuarta pared afirmando en Vida privada que el protagonista del libro jugaba a cartas con "el bisabuelo del autor de esta novela", quizás también conviene decir que aquel niño a quien un día le hablaron de La ruta blava en clase es el autor de este artículo, cosa fácilmente deducible teniendo en cuenta el nombre de esta columna. Aparte de descubrir que la escritura es mejor con un café, una copa y un piti -porque los puros son demasiado caros-, de Sagarra en todos estos años he aprendido que, más que una cuarta pared, la única literatura que me interesa es la que rebaja y sube el telón constantemente, engañando en cada frase al receptor del texto e impidiéndole saber si aquello que lee es real o es falso. A veces quizás será un recuerdo salpimentado de gracia, y en otras ocasiones una invención aliñada de recuerdos, pero nunca dejará de ser verdad, una verdad, porque sea con una novela, un dietario, un poema, un drama de tres actos, una zarzuela o un artículo de prensa, si alguna cosa hizo Sagarra fue captar el alma de las cosas, pasarla por el filtro del lenguaje y plasmarla en un texto con una naturalidad exuberante. Lo descubrí leyendo Hostal de la Glòria en la universidad, lo confirmé maravillándome con poemas como Aigua-marina y lo afiancé leyendo las Memorias, que tienen forma de libro pero en realidad son el mayor monumento que se ha erigido nunca en esta lengua nuestra denominada catalán.

Ahora, por fin, ya puedo confesar arrodillado que he tardado más de veinticinco años a leer aquel libro que me nombró una maestra y que a mí me sonó a itinerario del bus turístico: La ruta blava. Aprovechando la reedición que ha hecho Club Editor al cuidado de Narcís Comadira, zambullirme en él, aparte de hacerme reír a carcajadas en cada página, ha sido realmente como sentir el cuchicheo de Sagarra al oído, pero con el sonido del mar de fondo y el color en la retina de las olas esberladisses del Mediterráneo, las noches de papel de vidrio del Atlántico en pleno enero y los verdes, frescos y vivos como un ramillete de menta en la encía, de las islas del Pacífico. ¿Cómo puede ser, sin embargo, que alguien que trenza frases que parece que se balanceen en un sillón siga, todavía hoy, sin una triste placa en el portal de la casa en el paseo de la Bonanova donde vivió? ¿Es por haber sido consejero, en los oscuros años cincuenta, de la Sociedad General de Autores en Madrid? ¿Es por la aceptación de la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio, el año 1960, concedida por el gobierno franquista y tan mal vista por el incipiente catalanismo de entonces? ¿O es simplemente porque Catalunya es un país tan falto de autoestima que se nos hace insoportable creer que es posible escribir auténticas obras de arte y, a la vez, cautivar al gran público? Este fue su pecado: tener la doble vida de aristócrata y de autor popular, de periodista y de literato, de comodón en la Polinesia durante la guerra y de exiliado en París muerto de hambre al servicio de la República. De escritor que está sin estar y que no está pero nunca deja de estar.

A mí me cautivó la visibilidad invisible de Sagarra hace años porque con él comparto un nombre que figura en mi DNI y que tantas veces he despreciado, una escolarización que tantas veces he criticado y una irrefrenable pasión por Italia que me perseguirá, como la más dulce de las condenas, toda la vida. Soy uno afortunado, sin embargo, ya que he tenido la suerte de descubrir a un autor que desgraciadamente, en Catalunya, hace décadas que ya nadie desea conocer de la manera como lo deseaban Mingo, Sebastià, Ramon Comes o Isabel Dalmau aquella noche en el Teatro Lírico, hace más de sesenta años. Aquel teatro que en realidad nunca ha existido, de hecho, quizás por eso el escritor finalmente llega a él y al acabarse la obra, entre los aplausos y cuchicheos del público afirmando que ha venido Sagarra, sube al escenario vestido con su americana que serviría para vestir un colchón y su calva dibujada con compás, saluda a los actores y se hace real. Tan real que yo, cuando lo leo, os confieso que me convierto en el niño que espero no dejar nunca de ser y comprendo, como él, que en el fondo de eso va la vida: de aceptar, con alegría, que todo es un gran teatro donde la única forma de sobrevivir, sea en Tahití en plena Guerra Civil o aquí, hoy, es confiar en unas cuantas gotas de limón maduro sobre la imaginación. Las mismas gotas con las que Sagarra me ha rociado, susurrándome en el oído, para escribir de inicio a fin este artículo.