Ha muerto un hombre que tenía millones de nietos, ya que sin que él lo supiera nunca, Josep Maria Espinàs era el abuelo de mucha gente. De mí, sin duda. De ti, seguramente también. Eso no quita, claro está, que para los de mi generación, los nacidos a finales de los ochenta, Espinàs fuera un señor que nunca ocupó ninguna conversación con los amigos mientras bebíamos Xibeca. Tampoco fue un autor que recomendáramos nunca a la primera novia, ya que era mucho menos moderno y cool que Monzó, Casasses o Marçal. Evidentemente, nunca fue un articulista de quien recortáramos ninguna columna para colgárnosla en el corcho de casa. Pero curiosamente, un día muchos descubrimos que éramos nietos de aquel señor con pipa por una sencilla razón: el mundo que conocíamos, el mundo que amábamos y el mundo que pisábamos habían sido escritos antes por él. Si Espriu había dicho que habían vivido para "salvar-nos els mots", Espinàs había permitido recordarnos el nom de cada cosa.
Los hijos de la Barcelona olímpica creíamos que escuchar grupos de música en catalán como Els Pets, Lax'n'Busto o Sopa de Cabra al casete del coche era normal, pero no sabíamos que aquello no habría sido posible sin gente como Josep Maria Espinàs y los Setze Jutges. Los hijos del Club Super3 pensábamos que tener una televisión en nuestra lengua era lo más lógico, pero desconocíamos que hacía escasos treinta años que existía la prensa en catalán y que Espinàs había escrito en el primer número de L'Avui. Los hijos de Jordi Culé asumíamos que siempre se habían celebrado los goles del Barça en catalán, pero desconocíamos que aquel Cant del Barça que nos sabíamos de memoria, como un Padre Nuestro, lo había escrito el año 1974 un tal Espinàs junto con Jaume Picas.
En definitiva, nosotros, los hijos de los hijos de aquellos niños nacidos antes de la Guerra Civil, no nos podíamos ni imaginar que si éramos catalanes, hablábamos catalán y vivíamos en un país que se llama Catalunya era, sobre todo, porque éramos los nietos de los que no habían podido matar. Los herederos de los que no se habían dejado asimilar durante los cuarenta años de franquismo. Los descendientes de los que habían escrito, dibujado, cantado, reivindicado y protegido el país cuando el país no se podía decir país. Espinàs era uno de ellos, quizás por eso muchos de los que ahora rondamos la treintena lo descubrimos ya de grandes, cuando ya habíamos entendido que Catalunya no era un país normal pero encontrábamos los libros amarillentos de Espinàs en las librerías de segunda mano o leíamos sus artículos en El Periódico y nos dábamos cuenta de que en catalán se podía hacer de todo, incluso dedicarse a ser escritor profesional toda la vida, como pasa en los países normales.
Sin haberlo conocido nunca, muchos entendimos gracias a él que se podía ir de excursión a la Terra Alta y hacer un libro con cabida dentro de un sistema cultural propio. Con él, muchos descubrimos que en la prensa en catalán también se podían leer columnas sobre temas reposados que nadie está esperando, pero que todo el mundo disfruta leyendo, desde una conversación con la panadera de la panadería de la esquina hasta las palabras dialectales en xipella de los campesinos de Cornudella de Montsant. Columnas de un periodismo lento, sencillo y profundamente poético, casi anacrónico en el siglo XXI de las nuevas tecnologías. Un periodismo, sin embargo, de un país normal, porque gracias a Espinàs, algunos todavía creemos que en la prensa digital también hay espacio para escribir sobre el rastro de un perfume en un chaflán del Eixample, sobre el placer de entenderse con el barbero diciendo sencillamente "como siempre" o sobre la emoción de encontrar una edición viejísima de Rusiñol en la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, aunque Google y el SEO pretendan hacernos creer que los diarios solo tienen que publicar las noticias que la gente busca, y no los retales de vida que la gente querría vivir.
En su libro El meu ofici, Josep Maria Espinàs dejó escrito que "en su despido no se le hicieran más elogios de los indispensables", pero a pesar de temer no estar ciñéndome al Apunt de necrológica que con tanta ironía redactó, se me hace imposible no reivindicar el culpable de haberme hecho entender que soy hijo de una lengua con la cual no solo podemos ir por el mundo, sino que sirve para comérnoslo, si nos lo creemos. Una lengua que, gracias a Espinàs, me permitió escuchar Georges Brassens en catalán. Una lengua que, gracias a Espinàs, me permitió leer mi país con una literatura caminada que no me cansaría nunca de releer. Una lengua que, gracias a Espinàs, ha servido para que todo el mundo sepa que en el mejor equipo del planeta una bandera ens hermana, ya que se ha demostrado que mai ningú no ens podrà tòrcer. Si alguien que había visto con sus ojos cómo los nacionales entraban por la Diagonal el 39 decía eso y lo decía con este convencimiento, no hacerle caso sería un acto todavía menos noble que seguir denominando 'territori' a lo que él siempre llamó 'país', quizás por eso fundó Nacionalistes d'Esquerres: para dejar claro que los que somos de izquierdas, aunque ni la CUP ni ERC se atrevan demasiado a decirlo en voz alta, también podemos sentir un profundo amor por nuestra nación.
En fin, supongo que llegados a este punto ya puedes entender el titular de este obituario. Dicen que los abuelos nunca mueren, sino que se vuelven sencillamente invisibles y duermen para siempre dentro nuestro. Es una frase de sobre de café, absurda y complaciente, pero en el caso de Espinàs es cierta, ya que mientras existan los paisajes del Priorat, él estará vivo. Mientras cien mil personas canten "Blaugrana al vent, un crit valent", él estará vivo. Mientras aguanten de pie las casitas blancas de Cadaqués mirando el mar, él estará vivo, porque es cierto que no lo veremos a él paseando por aquellos prados, cantando aquellos goles o bañándose en aquellas playas, pero cualquiera de nosotros seguiremos descubriendo rincones del país, físicos y anímicos, paseando con él. A su lado, escuchando sus palabras y leyéndolas a cada paso, aunque ya no sea. Aunque ahora disfrute del superpoder de la invisibilidad. Aunque ahora ya no pueda recibir, con el tacto que nos hace humanos, este abrazo eterno de parte de uno de sus millones de nietos.