Como admite Iván Redondo en su último artículo, el gran artífice de la victoria de Salvador Illa en las elecciones del régimen de Vichy ha sido la política tozuda y persistente de Oriol Junqueras. Ha sido la apuesta de ERC por la colaboración con el Estado la que ha centrado al PSC y ha mantenido a Pedro Sánchez al frente del gobierno de España. Sin la rendición descarnada de Junqueras, los socialistas catalanes continuarían atrapados en el discurso de VOX y del PP, demasiado lejos de Ada Colau para poder comprar sus amigos con cargos.
Por más que el PSC haga la comedia de la pacificación, quien tiene la sartén por el mango en Catalunya todavía es el independentismo. El PSC ha ganado por los pelos con una abstención altísima y con los dos representantes políticos principales del 1 de octubre atados de pies y manos, y con la imagen muy deteriorada. Junqueras todavía está inhabilitado por el Estado español, mientras que Puigdemont ha tenido que hacer campaña desde Francia, con un partido deshecho. Ganar a un atleta cojo y amenazado no es ganar precisamente unas olimpiadas.
La rendición de Junqueras ha dado la victoria al PSC, a expensas del hundimiento de ERC, pero también ha consolidado la idea, hasta no hace mucho superada, que Catalunya es un país ocupado y colonizado, que no tiene ningún futuro sometido a España. Carles Puigdemont perdió el liderazgo político del país en el momento que mandó a Quim Torra a legitimar el 155, pero se ha sabido cobrar el apoyo a Sánchez, y ahora no hay ninguna facción de su partido que pueda prescindir de él. Solo hay que recordar los intentos que el régimen de Vichy ha hecho para jubilar a Puigdemont, para ver que la victoria del PSC no servirá para restablecer la normalidad democrática anhelada.
España cuenta con los expats y con los inmigrantes del tercer mundo para españolizar a Catalunya, pero necesita tiempo —quizás una generación o dos— para conseguirlo. Mientras tanto, se irá haciendo cada vez más claro que el procés no dejó de lado a la mitad de los catalanes, como se cuenta a menudo, aprovechando la retórica paternalista que Junqueras adoptó para atraer a los socialistas. Al contrario, el proceso fue un intento de discutir, pacíficamente, a través de un referéndum, las amenazas violentas y antidemocráticas que marcaron los pactos de la Transición, y la relación histórica entre Catalunya y España.
No se puede esperar que Catalunya acepte su desaparición sin luchar, y atropellar todo el que encuentre en su camino; el mundo no funciona así. Mientras la democracia española necesite que los catalanes firmen con el olvido su suicidio nacional no habrá democracia en Catalunya
Si el gen convergente no se ha despertado del todo, la sociovergencia no acaba de resucitar, y la autonomía ha perdido su prestigio, es precisamente porque la historia quiere cobrarse la factura de aquellos pactos. No se puede esperar que Catalunya acepte su desaparición sin luchar, y atropellar todo el que encuentre en su camino; el mundo no funciona así. Mientras la democracia española necesite que los catalanes firmen con el olvido su suicidio nacional no habrá democracia en Catalunya, es muy sencillo. Cuanto más fuerza tenga el PSC, más se verán las continuidades con el franquismo y con las guerras esperpénticas del siglo XIX.
A medida que todo el mundo pierda la esperanza de maquillar otra vez los muertos con la cosmética de la sociovergencia, la historia irá cogiendo más peso. Es probable que el espacio político de Junqueras y Puigdemont converja en un solo partido de centroizquierda, y que el independentismo no institucional vuelva a ensanchar los márgenes, y a ganar peso cultural. En el pòdcast que Zarzalejos le ha hecho a Jordi Amat, se ve muy claro. Hablando de la inmigración del Tercer Mundo, Amat dice que Catalunya tiene que repensarse para poder integrar los nuevos catalanes y Zarzalejos le responde que lo que pasa es que son nuevos españoles.
Ahora todo el mundo se siente traicionado y decepcionado. Y quien no busca soluciones en las mentiras piadosas del viejo pujolismo parece que se haya intoxicado con un manual trotskista. Pero vienen unos juegos del hambre, y el enemigo común de los catalanes volverá a ser España. Esta vez de manera mucho más cruda, corrosiva y larga.